Cada año intercambiábamos un recuerdo por Navidad. El, un monje en papel artesano, nosotros, Pedro y yo, un villancico con recortes de cartulina naif. Cuando este último diciembre no respondió a nuestra felicitación, debimos darnos cuenta de que algo pasaba. Hacía tiempo que habíamos hablado de hacerle una visita, quizá acompañados de Pablo García Baena, pero siempre había circunstancias que nos lo impedían. Ahora lamento no haberlo visitado antes, para acercarle calor amigo y decir aquí estoy, aquí estamos.

Nos conocíamos y nos queríamos desde aquella exposición antológica en el Palacio de la Merced, en 1988. Ancho de espaldas, con chaquetas imposibles de pasar desapercibidas, la sonrisa en la cara y unas pocas palabras para despachar cualquier acto, de presidentes a alcaldes y de príncipes a directores generales, recorrió todas las posiciones socioeconómicas y recorrió más de medio mundo. En el año 1989 Villanueva del Duque, el pueblo en cuyo término comarcal nació, en las Minas del Soldado, lo nombró hijo predilecto y allí compartí mesa y micrófono con el crítico de arte Luis García Candamo y los poetas Vicente Núñez y Alejandro López Andrada.

El pintaba y esculpía, con materiales siempre sacados de la naturaleza, de la tierra, del campo y de las minas. Sus princesas incas, sus quijotes, sus águilas, sus monjes... Lo mismo salían de pobres trozos retorcidos de ramas y raíces como de ricas platas y minerales nobles. El arte de Aurelio Teno sigue una línea barroca, y sus monjes, sus guerreros totémicos como sus quijotes y sus águilas nos devuelven una mirada fantasmal, atormentada, inquietante, donde desde materiales y formas simples se extrapolan fuerzas y simbologías de un universo tan vital como intrépido, tan alucinante como alumbrador.

Hace unos años, en el 2010, lo acompañamos en Villaharta al acto de inauguración del san Rafael que saluda a los viandantes desde el parque, escultura que representa al arcángel, un san Rafael andariego con la cara mestiza de los incas y la melena plegada por el sudor del camino, el cayado de la divinidad en una mano y la mirada en las alturas, con las alas, esta vez, pegadas casi en tierra.

El vuelo y la roca, Aurelio, el envuelto en oro según su nombre, el sabio que reconquistó Pedrique para su comarca de Los Pedroches, ese ignorado monasterio del XVII donde él encontró la serenidad y la llamada del fondo de la tierra, con su vocación de vuelo, para seguir creando. Místico y atormentado, entre el histrionismo, lo sagrado y la amargura, la vida lo colmó de triunfos y reveses, de amor y desengaños. Esta a quien tú llamabas "romerillo" te desea, desde el otro lado, que sigas aprendiendo--ascendiendo en ese tu camino de las fuerzas espirituales y telúricas, los dioses personales a quienes con la primera luz dabas gracias por cada nuevo día.