Guillermo Fesser, creador junto a Juan Luis Cano del dúo Gomaespuma y uno de los comunicadores más polifacéticos, importantes y queridos del país, utiliza todas las gamas del humor, desde la broma más descacharrante hasta la ironía más fina escondida tras una metáfora, para tratar cuestiones tan serias como la soledad, la incomunicación, la crisis de pareja, el abismo generacional y el futuro de la humanidad, entre otras, en Mi amigo invisible, una novela de la que, pese a que prácticamente acaba de salir del horno, ya prepara una segunda edición.

-Lo del ‘amigo invisible’ suena a regreso a la infancia. ¿Qué quería recuperar?

--La capacidad de escribir sin condicionantes; la libertad que mi hermano Javier y yo nos concedimos al escribir el guión de El Milagro de P. Tinto, en el que aterrizaban unos marcianos de un planeta más anticuado que la Tierra y no pasaba nada. Pues aquí, ese amigo incondicional y un poco petardo que todos tenemos es invisible y vuela.

-¿Sobre qué reflexiona en esta novela?

-Sobre la necesidad de cultivar las relaciones humanas. Somos monos y la verdadera felicidad la encontramos cuando nos abrazamos, nos empujamos, discutimos, o reímos juntos. Entiendo que es muy práctico que te traigan el pedido de la compra en un dron; pero es que lo mejor de ir a la compra es hablar con el carnicero, elegir tú el filete de punta de tapilla. Y que te siga saludando con un «hola, joven», a pesar de los años.

-Parece que le preocupa especialmente el problema de los jóvenes actuales, la generación más preparada y, sin embargo, con menos futuro.

-Me preocupa el futuro de la humanidad, que es el negociado de los jóvenes. Los políticos actúan como si el mundo se hubiera parado en el siglo XX y aportan soluciones del pasado. Pero el mundo avanza a velocidad de vértigo y más vale que llegue a proponer soluciones una chica con Erasmus que entienda de qué va esto. No es que hayan cambiado las reglas del juego, es que ha cambiado el propio juego y los mayores ya no sabemos cómo mover las fichas. Por eso, necesitamos que las respuestas para crear un modo de vida decente para nuestra infravalorada y peor pagada juventud lleguen desde los propios jóvenes, que son los que entienden lo que está pasando.

-¿Le da miedo la vejez?

-Al revés. Aunque no tengo prisa, no me puedo imaginar mayor felicidad que la de ser abuelo.

-Sabemos lo que hemos ganado con las nuevas tecnologías, pero, ¿qué cree que hemos perdido?

-Los silencios, que es lo mismo que decir la capacidad de escuchar o de reflexionar. Estamos pendientes de sorprender con una foto, de ganar un par de «me gusta» con un comentario acertado… Hablamos todo el rato, estamos en eterna promoción. No escuchamos, solo esperamos a que termine el otro para seguir hablando de lo nuestro. O sea, que aprendemos menos, nos sorprendemos menos, nos divertimos menos y entendemos menos lo que le pasa a la gente.

-El libro tiene tres partes: el camino, la verdad y la vida. Suena muy filosófico.

-Bueno, viene a ser como aquello de planteamiento, nudo y desenlace, pero con un enunciado más cristiano. Se ve que, como de pequeño fui monaguillo dos años (fiché para uno, pero me renovaron), pues hay cosas que se me han quedado marcadas (ríe).

-La novela empieza un día nublado y acaba uno radiante. Parece una exitosa sesión de terapia.

-El personaje de la novela comparte mi visión de que, en la vida, es mejor tener buenas intenciones que expectativas. Si las expectativas no se cumplen, te amargas y terminas gritándole a tu pareja o dándole un tirón de correa al perro. Si lo que intentas no te sale, por lo menos lo has intentado y te duermes tan a gustito esa noche. Mi amigo invisible es un relato de lo cotidiano cuyo objetivo es provocar sonrisas en el lector. La carcajada pasa, pero la sonrisa, como la foto de un bebé, se queda para siempre y, por ejemplo, cada vez que te acuerdas del episodio en que el prota se monta en el taxi con un perro en un día de lluvia, ante la angustia del taxista porque la alimaña le va a poner todo perdido de pelos, te vuelve la sonrisa al rostro.

-Dice que no es una obra autobiográfica, pero asegura que tiene mucho de usted. ¿Escribió por necesidad?

-Si. Tardé tres años y lo hice en la etapa que me mudé con mi familia a Estados Unidos. En lo personal todo iba estupendamente, pero en lo profesional no me salía nada. Podría haber ido al psicólogo (que en Estados Unidos vale un riñón), o haber cogido taxis (que al final salen más barato que las sesiones del psicólogo y los taxistas escuchan lo mismo), pero opté por escribir una especie de memorias de mi desgracia, aunque exagerándolo hasta la saciedad para que, en lugar de drama, se convirtiese en comedia. Y es lo que hice.

-El humor le ha acompañado toda su vida, y también lo hace en esta novela. ¿Cuándo se pone serio?

-El que inventó la frase «bueno, ahora en serio» nos hizo un flaco favor. En la vida no existe ni la felicidad completa ni la tragedia total. Es mezcla. La vida, como me dijo mi amigo Pepeluí en el estreno de mi película Cándida, tiene unos picos horrorosos. El día que te enamoras te sientan mal unas lentejas. El día que pierdes el trabajo regresa tu hijo de una misión en Afganistán. El humor no es reírse de las cosas, sino aceptarlas con respeto, pero con modestia; es decir, sin darle más importancia al presidente de un gobierno que a la asistenta que te limpia la casa.

-¿Cómo se ve la actualidad española desde Estados Unidos? Supongo que con el ‘procés’ se habrá quedado a cuadros.

-A cuadros y planchado con raya en medio. Pertenezco a una generación que pensaba que íbamos a eliminar fronteras en lugar de poner nuevas. Antes de que Cataluña o cualquier otra autonomía se fuera de España, preferiría que se juntasen España y Portugal para formar Iberia. No sé, ir hacia adelante en lugar de marcha atrás. Pero aquí estamos, y respeto el sentimiento de la gente que quiera independizarse. Ahora, creo que, en gran medida, es el resultado de políticos mediocres que han aprovechado la falta de diálogo para crear estereotipos que no existen y nos separan.

-¿No le gustaría ejercer el periodismo en un momento tan crucial como el que se vive en España?

-Por supuesto, pero de alguna manera he encontrado mi hueco haciendo de corresponsal con Wyoming para El intermedio y con Alsina en Más de uno. Digamos que ahora, más que dar noticias como en un diario, hago reportajes como en un dominical. Me encanta poder acercar la realidad cotidiana de Estados Unidos a mi gente. Y si de vez en cuando consigo romper algún topicazo, pues misión cumplida.

-¿Qué es lo que más echa de menos de España?

-La flexibilidad. Aquí aterrizas, llamas a un amigo y en cinco minutos estás tomando un café con él. En Estados Unidos haces lo mismo y te da cita para el 17 de mayo, entre diez y cuarto y once. A veces pensamos que lo mejor de España es el jamón de Los Pedroches (que es impresionante), pero de verdad lo mejor es cómo te sirven ese jamón: en un bar donde puedes entrar con niños (en EEUU los bares son sólo para bebedores profesionales) y el camarero te lo corta delante de ti, ¡ole!, con un arte que da gusto (en lugar de sacarlo de una bandeja preloncheada). Encima, te sabes el nombre del camarero, Paco, porque es un profesional de la amabilidad que ha envejecido con el local. Mientras que en América te sirve un tipo mal pagado que está deseando largarse y nunca dura más de dos meses. Ay, para qué me habré ido…