Ganadora del Oso de Oro en Berlín y candidata a los Oscar por Hungría para el 2018, sobresale a nivel artístico sobre el resto de propuestas que ofrece la cartelera en este momento. Su directora, Ildicó Enyedi, ha escogido un tratamiento de lo más frío para una historia romántica. Y le funciona. Hay dos colores que permanecen en la memoria del espectador después de ver esta muy interesante película: el rojo y el blanco. Rojo sangre y blanco de inmaculada limpieza para la construcción de la puesta en escena del matadero donde se desarrolla gran parte de la acción del drama, porque es el ambiente donde trabajan y se relacionan los dos protagonistas de esta historia: el director administrativo del centro y la inspectora de calidad que llega para una sustitución.

Él está marcado por una minusvalía en un brazo inmóvil, ella parece sufrir un trastorno que le impide llegar a expresar emoción alguna, llevando hasta la obsesión sus tareas con exceso de celo y precisión patológica. Ambos son dos seres extraños para su entorno laboral, separados por la gran diferencia de edad, aunque unidos cada noche por un sueño donde una pareja de ciervos habitan un nevado y azulado bosque, filmado en tonos grises. El filme es de lo más sobrio, construido con asepsia total (cada plano está compuesto con milimétrico detalle), preciso en la narración, que te va envolviendo poco a poco, sin concesión alguna a la hora de mostrar la cruda realidad en que viven los personajes, interpretados con gran verosimilitud por Morcsányi Géza y Alexandra Borbély, que luchan por llevar a buen puerto la empresa amorosa que les va uniendo, sin que puedan apoyarse en el convencional tratamiento cinematográfico que suele emplear dicho género; por tanto, nadando a contracorriente, en un ambiente de lo más gélido y unidos por el subconsciente.