Debí conocer a Emilio Serrano en la década de los ochenta, a su vuelta de Barcelona. Seguramente fue en el estudio de Miguel del Moral, cenáculo frecuentado por ambos y en el que él siempre tuvo presencia gracias a la espléndida estampa del poeta Vicente Aleixandre, que era uno de los cien grabados calcográficos que realizó el artista en 1983 por encargo de la Junta de Andalucía. Miguel solía referirse a Emilio ponderando su faceta de grabador amén de la de dibujante inalcanzable. Precisamente el sábado pasado, cuando estábamos velándolo, Tomás Egea abundó en su profundo conocimiento de la técnica del grabado. Sin él --nos dijo-- no hubiera podido hacer las puertas de los ascensores del hotel Meliá Castilla, pues sabía perfectamente cómo atacar las planchas de metal con el ácido e incluso se resistía a utilizar los barnices comercializados, pues prefería fabricarlos siguiendo fórmulas ancestrales que escapan al conocimiento de la mayoría.

Ha sido encomiable, sin duda, este pundonor de Emilio por conocer todos los secretos de su oficio: el dominio de las viejas rentas de Cennino Cennini para disolver los pigmentos terrosos, la preparación de las tablas a la media creta, el matar el blanco de zinc, con manchas tenues de color configuradoras de la atmósfera que conviene a cada obra... Y, coronando esta cocina, ingrata para la mayoría, el trazo preciso del grafito en el que el artista sublime se nos revela de súbito.

Su interés por el grabado le llevó a fundar la Asociación de Grabadores de Córdoba en 1993, que hizo varias exposiciones. Para una de ellas, que se colgó en el Museo Español del Grabado Contemporáneo, me pidió que presentara el catálogo, lo que hice complacido, pues ya éramos amigos y el asombro que me había producido la contemplación de su obra en la exposición de la Galería Ocre en 1992, más que en la memoria, permanecía aún congelado en mis ojos.

En el 2001 me dispensó otra vez el honor de presentar su exposición El Dibujo en el Alma , en la Sala Cajasur Gran Capitán. Era tal la perfección formal de los cuadros que te recorría un escalofrío antes de dejarte seducir por su carga de añoranza, que era muchísima. Me conmovía ver magistralmente reflejados aquellos años de carencias de mi infancia y sentí no ser cordobés para recordar la Córdoba añorada por Emilio Serrano, una ciudad que, aunque vieja, era medio siglo más joven y más pobre y más pueblerina, y más viva, y más humana y quizás más Córdoba. Era aún el tiempo de jugar en la calle y las coplas de Antonio Molina salían a borbotones de la radio en competencia desleal con el cante antiguo que trascendía de las tabernas, las horas dormitaban en relojes --parados casi siempre--, la cotidianidad del cesto de la fruta se ofrecía en el ara doméstica de blancura impoluta, de puntadas sin cuenta de mujer, junto al lujo poético de la flor siempre viva en los arriates de los patios de Córdoba. Era aún el tiempo de cartas de amor releídas y presas por la cinta de raso, de espera de muchachas perpetuando el rito de sus madres y abuelas en los lienzos de Julio Romero de Torres, siempre la mirada perdida en La Ribera. Era aún el tiempo dorado de caballos de cartón y de muñecas-niñas en el que se escuchaban las voces de las madres llamando a mesa puesta.

El milagro de aquella exposición era, sin duda, la infancia feliz del niño que jugaba pintando y el largo oficio del pintor magníficamente formado en la Escuela de Artes y Oficios de Córdoba y las Escuelas Superiores de Bellas Artes de Sevilla y Barcelona. Allí estaban las enseñanzas de sus admirados maestros don Francisco Maireles Vela y don Miguel Pérez Aguilera, sus inevitables incursiones en el Realismo Social, la corriente estética del momento, que culminarían en una deriva expresionista, amén de otros escarceos, y, sobre todo --tal me lo dijo-- su ulterior decisión firme de huir de la corriente, de las modas, y realizar una obra que reflejara el momento, aquello que me rodeaba, donde estuvieran presentes mis vivencias y mi historia. Eso sí, esforzándose por que su persecución de la realidad circundante no le precipitara hacia el mimetismo o el efectismo.

A aquella muestra que aún recuerdan con delectación los cordobeses le sucedió la Retrospectiva de Lucena en el 2009, que también presenté, porque así lo quiso mi gran amigo Emilio. Entre ambas hubo visitas frecuentes a su estudio, charlas sobre pintura, paseos sin otro norte que saborear Córdoba con la grata compañía de Pablo García Baena y libando de su magisterio, encuentros en la Real Academia de Córdoba, tardes de amigos y café en el estudio de José Luis Muñoz o aderezadas con limoncello junto al belén de Manolo Portillo.

Una tarde salimos por San Pedro a la antigua calle del Sol, acompañaba a Pablo, Estrella nos franqueó la puerta de la casa y, tras enhebrar los patios accedimos al obrador, que es el más pulcro, ordenado y contenido de cuantos conozco, reflejo de la personalidad de Emilio, de su elegancia irreprochable, de la que, como en tantas otras cosas, Estrella ha sido cómplice. Es un estudio realmente hermoso en el que algo tiene que ver también otro amigo común, Arturo Ramírez Laguna; dominan las líneas rectas y los espacios vacíos, lejos del barroquismo desbordante que suele presidir los talleres de los artistas andaluces, pero sin rozar el minimalismo, sin estridencias, contenidamente clásico, inundado de la paz que emanaba el artista. Siempre fue grato acceder al sancta sanctorum de Emilio Serrano, pero aquel día nos aguardaba una sorpresa aún más gratificante. Desplegados ante nosotros se nos ofrecía una serie de bodegones en un estallido de color al que el artista nos tenía desacostumbrados. Tras la sorpresa inicial nos deleitamos en la contemplación de estas naturalezas muertas, bellísimas, en las que parecía condensarse todo el saber de la pintura universal, desde Zeusis y las pinturas de Pompeya a Romero Barros, pasando por Sánchez Cotán y el mismo Velázquez, pero que se nos antojaron hechas para engalanar los manteles venecianos del Veronés.

De estos bodegones me ocupé cuando por designación del Cuerpo Académico de la Real de Córdoba hube de contestar --y lo hice complacido y honrado-- el Discurso de Ingreso de Emilio Serrano, cuyo proverbial pundonor trascendió la obligación de entregar una obra de su autoría, que constituye el discurso de los artistas plásticos, y nos ofreció, además, una interesante disertación con el título El Dibujo del Antiguo y Ropajes . En ella ponderó el dibujo, su pasión vital, como aglutinante de las artes visuales e instrumento esencial para el estudio de no pocas ramas del saber.

Hoy se derrama incontenible el dolor en una casa cordobesa que es encrucijada de las calles del Sol y el Viento, a la sombra de la parroquial de Santiago, y no puedo dejar de pensar en Estrella, Marina, Javier y Estrellita. También me duele el gran cuadro inacabado y la ausencia de Emilio, sobre todo. Sólo nos queda el bálsamo de los recuerdos, de su obra y la confianza de ver la exposición proyectada colgando de los muros del Palacio de la Merced.