El cineasta cordobés Gerardo Olivares, especialista en el género documental de naturaleza, posee ya una experiencia importante en el terreno del largometraje ficcionado; después del debut con La gran final -retrato de la pasión por el fútbol en habitantes de puntos muy lejanos del planeta-, su triunfo en la Semana Internacional de Cine de Valladolid, donde fue el primer director español en conseguir la Espiga de Oro con 14 Kilómetros, luego vendría el éxito de Entrelobos, donde contaba la historia de Marcos Rodríguez Pantoja, un niño criado en plena sierra cordobesa, y en la única compañía de una manada de lobos. Ahora, fiel a su estilo, encontrando ese equilibrio entre documento y argumento, entre la belleza plástica de la naturaleza y la profundidad de una historia de sentimientos, regresa con un drama basado en los hechos reales vividos y escritos por Roberto Bubas en su libro Agustín, corazón abierto. El relato se sitúa en la lejana Patagonia argentina y, si en su anterior producción del 2010 los coprotagonistas fueron lobos, aquí son animales marinos, las orcas del título, las que mantienen una relación muy especial con un solitario guardafauna que recibe la visita de una madre desesperada, Maribel Verdú, y su hijo, un niño con bastantes problemas de relación debido al autismo que sufre, aunque gracias a un documental que vio en televisión, donde el personaje de Joaquín Furriel convivía con estas orcas con fama de asesinas, tuvo una reacción sorprendente que llevó a su madre a viajar con él hasta el fin del mundo para buscar un remedio a tanta desolación y sufrimiento, un estímulo que le saque de ese ensimismamiento obsesivo y doloroso. Todo está muy bien explicado en este interesante y emotivo filme, que cuenta con impresionantes imágenes marinas captadas con perfección fotográfica, tan diestra como la sutil dirección de actores en situaciones muy delicadas.