Chiquito de la Calzada gustaba a todo el mundo y eso es algo que muy pocos pueden decir. Entró como un ciclón en la cultura popular gracias a la tele, reinventó la manera de contar los chistes (un género siempre con un pie en el pasado) y empezó a gemir y dar saltitos con la mano en los lumbares, para sorpresa general. Pasó de desconocido a imprescindible. De gracioso a referente. Y todo sucedió muy rápido. Tan rápido que, al poco tiempo, ya parecía que Chiquito llevaba ahí toda su vida. Llegó incluso a modificar el idioma (palabras mayores) y ahora resulta muy difícil decir «¿cómo?» sin caer en la tentación del «¿comorl? ¡Se dan cuen!». Yo mismo siempre contesto «Sil» cuando me llaman por teléfono. Y no tengo la más mínima intención de cambiarlo.

Pude disfrutar de él en nuestros programas, varias veces. Lo que más me gustaba es que ni tan solo era consciente de todo lo que representaba. Y ahí estaba precisamente la gracia. Le preguntabas algo medianamente serio y te contestaba siempre en broma. Siempre. Con su catalogo de frases hechas «después de los dolores». Chiquito se limitaba a disfrutar de ese giro del destino que le había sacado del cante proletario para lanzarlo en brazos de la comedia. Un superviviente, un Sancho Panza de Málaga. Una vez le preguntaron si él creía que había vida después de la muerte. Hizo una pausa y contesto: No sé si hay vida, pero seguro que hay Fanta y Coca Cola».