Los Globos de Oro, ya se sabe, son la antesala de los Oscar. Eso se nos dice año tras año, a pesar de que hacerlo significa incurrir en errores no solo semánticos: la estadística deja claro que los académicos de Hollywood van a su aire. Pese a ello, que La la land ganara como lo hizo el domingo sí parece una prueba fiable de que también ganará la estatuilla a la mejor película a pesar de ser un musical carente de canciones y coreografías memorables y cuyos actores no saben cantar ni bailar. De entrada, el filme de Chazelle juega en casa. Y no solo porque funciona como una visita guiada por Los Ángeles, donde viven la mayoría de miembros de la Academia, sino porque celebra algo que a los votantes les vuelve locos: ellos mismos. Si repasamos las últimas ceremonias de los Oscar, vemos que tres títulos más o menos centrados en la magia del cine o la grandeza de los actores -The artist, Argo y Birdman- se llevaron el premio gordo. Las películas sobre sí mismas son las nuevas películas sobre el Holocausto. Y quién mejor que un miembro de la Academia para apreciar una película cuyos personajes veneran el cine clásico, que retrata la lucha y el sacrificio que los artistas sufren en su camino hacia el éxito y que entiende cómo una relación entre dos personas dedicadas al show business puede generar competitividad y resentimiento? La la land parece haberse diseñado específicamente para ellos.

Asimismo, su avasallador triunfo en los Globos de Oro parece dejar claro que quienes deciden prefieren sentirse deslumbrados que abatidos. El mundo está hecho un desastre, y La la land es la película perfecta para evadirse. Eso deja sin posibilidades de triunfo en los Oscar a Manchester frente al mar, que Jimmy Fallon definió ayer como «la única cosa más deprimente que el 2016». Pero seguro que entre los votantes hay quienes esperan de una obra oscarizada más que luces y colores. Y para ellos ahí está Moonlight, que propone discusiones sobre raza, sexualidad e identidad de un modo que trasciende estereotipos y convenciones. El Oscar a la mejor película está fuera de su alcance, pero su director, Barry Jenkins, sí podría llevarse a casa la segunda estatuilla en importancia. Sería un buen remedio para aplacar tanta nostalgia onanista.