En ese planeta literario que es Estados Unidos no hay día en que el lector no pueda adentrarse en el territorio inexplorado de un nuevo escritor desconocido hasta el momento. Y no se trata solo de descubrir a un joven autor de ahora, que los hay a patadas, sino también de recuperar a escritores excelentes que se han quedado en las orillas del reconocimiento durante años por las causas que sean y ahora reaparecen para pasmo de todos. ¿Cómo un autor tan bueno ha podido estar así de oculto? En ese grupo de ‘malditos ocultos’ hay hombres, por supuesto y quizá el caso más flagrante sea el de John Williams y su magnífica 'Stoner', pero, ay, las autoras orilladas y / o ninguneadas son muchas más, tantas como para formar un equipo de fútbol. Y todas son muy valiosas. Cuentan en su mayoría historias de mujeres sin historia con precisión y gracia y acuñan la que podría llamarse, si es que eso existe, una nueva literatura femenina.

Edith Pearlman (Rhode Island, 1937) es la última de ellas, por ahora, cuando todavía resuenan los ecos de la recuperación de Lucia Berlin, la autora de ‘Manual para mujeres de la limpieza’, todo un éxito editorial que llegó perfectamente aliñado por las duras circunstancias vitales de la autora, cantera de sus relatos. La buena noticia es que aunque hace cuatro años que lucha contra un cáncer, Pearlman, en comparación de Berlin, autodestructiva y alcohólica, está viva y vive en Massachusetts. Y tiene una respuesta

ATENCIÓN A LOS 75 AÑOS

Acaba de cumplir 80 años y, aunque publicaba puntualmente relatos, más de 200, en revistas de mínima difusión desde 1969, no fue hasta el 2011, mediados los 70 años, cuando su recopilación de cuentos, la cuarta de su trayectoria, 'Binocular Vision', apareció en el sello New York Times Review of Books, ganó unos cuantos premios, entre ellos el National Book Critics Circle, la puso en el punto de mira de los lectores con todos los honores, gracias a su enorme repercusión. De nuevo, circuló la pregunta: ¿Cómo es posible que el mundo nunca haya oído hablar de Edith Pearlman? Ahora con la edición de 'Miel del desierto' (Alianza de Novelas), en traducción de Ramón Buenaventura, esa cuestión vuelve a resonar porque es la primera vez que se edita en este país.

Pearlman es una maestra del relato breve. Y quizá habría que hacer una reflexión sobre por qué hay tantas buenas artífices de esta forma -la corona, ya se sabe, la tiene la nobel Alice Munro-, en comparación con los hombres. ¿Es el triunfo de lo breve y lo fugaz frente a lo ambicioso y musculoso de la novela? Ella tiene una respuesta a eso, que es una magnífica definición de su literatura: “Tengo un temperamento que me aleja de los proyectos a gran escala”.

Verdaderamente, las historias de Pearlman son minúsculas y banales pero muestran un sentimiento de trascendencia que las hace únicas. Están protagonizadas por hombres y mujeres con vidas que jamás caen en la desesperación -aunque tengan motivos sobrados para hacerlo- y tienen finales que muestran una felicidad inestable en la cuerda floja, como a punto de caer.

PROVIDENCE, RHODE ISLAND

La autora creció en un barrio judío de clase media en Providencia, Rhode Island. Su padre, que falleció cuando ella era una adolescente, era un médico de origen ruso. Su madre era hija de polacos. Pasó por la universidad para estudiar literatura pero siempre consideró la escritura como una afición, ya que su trabajo fue durante años el de programación informática. En los 60 se casó con un psiquiatra, tuvo dos hijos, ejerció como ama de casa, y mientras tanto habilitó su ‘habitación propia’ en el sótano de su casa, rodeada de sus libros de cabecera. Fue paciente. No desfalleció por el escaso interés de las grandes editoriales y ya se había habituado a eso cuando el milagro ocurrió; el editor Ben George de New York Times Review of Books le envió tórridos correos electrónicos tan inflados de admiración que a ella le pareció un “loco” peligroso y aunque no confiaba en que saliera algo de este nuevo intento, sencillamente se dejó querer. Y lo que ocurrió fue el éxito y el reconocimiento.

“Edith jamás buscó el centro de atención. No tenía ninguna afiliación docente o profesional. Siempre se sintió atraída por la idea de que un escritor debe ser un aficionado, dándole su sentido real a esa palabra, alguien que practica un arte por amor al mismo, como puede hacerlo un atleta, y no lo considera una profesión”, ha escrito el editor. Hay que tener una confianza absoluta en lo que se escribe y sin duda ayudó a la autora tener lectores, pocos, pero muy fieles. En especial, la escritora sudafricana Rose Moss, que siempre ha sido su primera lectora. “Si mi historia le gusta a Rose y además se publica en alguna parte yo ya estoy contenta, no necesito más. Mi lector ideal es alguien que desea entrenerse y al que no le moleste que en algún momento se produzca un descubrimiento iluminador en el relato ”, ha dicho la autora, con su mejor y generoso estilo.

Ben George recuerda un momento particular que ejemplifica muy bien no solo el carácter de la autora sino también la generosidad de sus historias. Fue en la fiesta que celebraba la aparición de 'Binocular Vision'. Objetivamente, había un regusto un tanto amargo en el hecho de que el reconocimiento le hubiera llegado a mediados de los 70. Ella, radiante de felicidad, no dejó escapar una sola queja: “Bueno, es verdad que tengo setenta y tantos años pero en realidad me siento como una niña de 14”. No hay que dejar escapara a esta autora que asegura sacar su inspiración de la gente que la rodea, de los animales que ama o detesta -siempre hay uno de ellos paseando por el relato-, de los lugares en los que ha vivido o visitado puestos en funcionamiento gracias a los mecanismos de la memoria y el azar.