Con un Gran Teatro casi lleno se estrenó en la noche del viernes Carmen. El público, entregado desde el principio, aplaudió hasta los interludios que ejecutó Inmaculada Aguilar con gran efecto, reflejando algo de la oscuridad del destino trágico de la obra. En lo musical y en lo escénico hubo luces y sombras, resultando en conjunto digno.

Más que discreta fue la dirección del maestro Ramos, con escaso sentido dramático, se echó de menos que respondiese con brillo y viveza al colorido de la partitura, algo más de sensualidad mediterránea, de fiesta dionisíaca. En las escenas más sutiles, Ramos tuvo dificultades para mantener la fluidez, como en la Habanera, que más que mecerse casi se deconstruye en sus manos. La actuación del coro fue correcta en este contexto, con momentos de empaste, quedando en segundo plano en otras ocasiones; en contraste, la escolanía sí que aportó con su sola presencia frescura y veracidad festiva en sus intervenciones.

En cuanto a los solistas, el elenco femenino estuvo a un nivel sensiblemente superior al masculino, aunque, como casi siempre, con matices. Mª J. Montiel construyó una Carmen creíble tanto en lo vocal como en lo interpretativo -aunque, la verdad, vista su trayectoria, esperábamos algún deslumbramiento en su intervención-, en una actuación que fue a más -para recordar queda el aria en la que se cita en Lilas Pastia con Don José, en la que cantó con las manos atadas a la espalda, tumbada boca arriba y con una pierna levantada-. Con luces y zonas de oscuridad, reflejó su lado poliédrico y su deseo de libertad. A. Montserrat cantó forzado desde el primer momento, orillando sus límites hasta el final del cuarto acto; J. Franco manejó su instrumento con oficio y prudencia, logrando una actuación con excelentes momentos y A. Toledano lo tenía difícil con arias que giran en torno al amor maternal, al filial y a las salidas dominicales de la iglesia en un contexto de amores furiosos y pasiones viscerales; cantó con limpieza y timidez, aunque no llegue a saber qué era interpretación y realidad en esto último. F. Santiago tuvo una actuación excelente, muy fiel a su personaje, tanto en lo vocal como en su interpretación, y tanto L. Tavira como M. Pardo sobresalieron construyendo sus papeles desde lo vocal con rotundidad, matices y brillo, complementándolo con una buena interpretación en la escena. J. Santiago, V. Esteve y D. Ramos acompañaron discretamente el desarrollo de la acción, con mas éxito en lo vocal.

En lo escénico, el resultado fue en general bueno, teniendo en cuenta las limitaciones del escenario del Gran Teatro; los movimientos de coro y figurantes originaron algún tumulto, el decorado y el vestuario, absolutamente adheridos al original del XIX, eran vistosos y cuadraban a la perfección con una dirección de escena que se mantuvo literalmente fiel a una idea de Carmen como destructora de hombres.

Carmen es, sin duda, un abismo, la cuestión es saber de qué naturaleza es ese abismo; puede serlo de pecado por transgredir los roles decimonónicos si la congelamos en el tiempo, o de libertad -cabe sin asperezas en el libreto de Milhac y Halévy- si la descongelamos y convivimos con ella: su canto a la libertad, tanto en su vida con los contrabandistas como en la amorosa la definen como ser humano; como Don Giovanni agarra la mano del Comendador sabiendo que irá al infierno por no renunciar a su naturaleza, así devuelve Carmen la navaja a Don José, mientras se da la vuelta y le dice que nunca será suya. Carmen será muchas cosas, pero no una mentirosa.