Aquella calle angosta siempre despertó mi curiosidad; llevaba a una pequeña fuente de la que goteaba agua del cabildo y, sin salida, a una puerta de una antepatio en cuya vivienda dicen que habitaba un canónigo de la cercana Catedral Calle del silencio vergonzoso que en las noches de mi juventud se colmaba de serenatas a las estudiantes internas de la residencia de las teresianas. No estaba abandonada pero parecían sus casas estar habitadas de cadáveres que esperaban alcanzar el infierno. De día, algún que otro despistado turista osaba penetrarla y de noche ni siquiera se atrevía a entrar alguna pareja de enamorados. De blancas paredes, en dos pequeños arriates, algún vecino se atrevió a plantar dos naranjos o, quizás, limoneros que por la ausencia de luz no crecieron; y avanzaron raquíticamente. En mi juventud, sus lisas paredes no exhibían dibujos obscenos ni sicodélicas pintadas, quizás porque los hacederos de grafitis temieran al muerto. La calle tiene la anchura de un pañuelo y por ella no puede pasar el ataúd de un muerto, que tendrá que salir de pie, para el cementerio.

En esa calle tenía una casa el cónsul de Francia en Córdoba, director gerente de un concesionario de automóvil de marca francesa, que llegó a ser presidente de la Cámara oficial de Comercio e Industria de la ciudad. Cuando visité la casa por invitación del cónsul no sólo me maravillé de su arquitectura interior, escondida al ojo del visitante de la calle, sino que recordé las serenatas a las niñas de las teresianas, dadas apoyado, en el livio dintel de su puerta, que revitalizaron mi cuerpo exultante. Aquella calle había sido escenario allá por los finales de los años cincuenta del siglo pasado, de recuerdos que no pueden ser cubiertos por el polvo del olvido bajo las ventanas del internado teresiano. Aquella calle nos reunía a tunos, profetas de ánimo alegre, como si fuera un jardín exótico sin guarda ni barrera, cuando en verdad, era difícil ver la cara de la enamorada. Calle fabulosa para dar una serenata ahora. ¿Pero a quién? Si allí ya no hay niñas estudiantes de magisterio sino teresianas muy mayores y encanecidas, que no verán ya la luz del farolillo tembloroso.

A ciertas horas, cuando el sol está en su clímax, si te sientas en el umbral de la casa del canónigo, contemplarás la luz tamizada por el polvillo en suspensión y oirás el silencio del agua que corre del canalillo de la fuente. Un silencio que gravita con la pesadez de esas ventanas con polvo acumulado por décadas. Allí sentado, con suerte, puedes contemplar a ese silencio, asediado por alguna sombra que desaparece o alguna voz lejana teresiana. No hay griteríos ni chillidos. Es un silencio como el que se percibe cuando muestras un lingote de oro. Ya no hay piano que suene ni voces femeninas juveniles procedentes del internado. No hay risas que esperen la llegada nocturna de los tunos. El silencio es la regla de la calle del Pañuelo. Allí, sentado en el dintel de la casa del canónigo, no se presta interés a la vida. Pero, cuando estaba en la Tuna, las noches en la calleja del pañuelo eran noches de diamantes.