Concierto: Noveno de temporada de la Orquesta de Córdoba.

Violín y director: Michael Thomas .

Obras: Biber, Rebel, Telemann, Vivaldi.

La Orquesta de Córdoba encogió de tamaño para encarar un programa entre los siglos XVII y XVIII bajo la dirección orquestal y la seducción solista de Michael Thomas, que extrajo de los músicos entusiasmo, implicación y, en resumen, un buen hacer que convirtió el concierto en una fiesta.

Sabe bien Thomas que la formación cordobesa no es una orquesta barroca, pero consiguió que sonara de un modo no sólo convincente, sino plenamente gratificante desde que empezó a sonar la Batalla a 10 de H. I. Biber, que inauguró la velada con su despliegue de efectos sonoros y creatividad heterodoxa.

La representación del caos que ideó J. F. Rebel en Los Elementos quebró con opaca oscuridad la trayectoria fresca de Biber y cobró una intensidad que auguraba un crescendo en el devenir del concierto que, no es que fuese de menos a más, sino de mucho a todavía mucho más. En la suite de Don Quijote de Telemann, la dirección orquestal, sólida, fresca y directa impregnaba la interpretación mientras las intervenciones solistas de Thomas, de técnica prodigiosa y discreta, armaban un discurso de personalísima expresividad -intensa y concisa- e impulsaban al resto de los músicos a seguirle en su entusiasmo, agilidad y ligereza. La excelente acústica del Teatro Góngora fue esencial para que el sonido de la orquesta de cámara -que seguía casi hipnotizada las instrucciones del director- llegase a nuestros oídos tal y como Thomas lo articuló, lleno de detalles expresivos tanto en las dinámicas como en los tempi, ofreciendo una lectura rica, plena de cada obra.

Al volver del descanso, el público esperaba aún más y los músicos lo dieron: la interpretación de Las Cuatro Estaciones de Vivaldi, tan intensa como las imágenes sonoras que evoca, llenó de vida el teatro entero. A esas alturas de concierto, la forma de hacer de Thomas se había contagiado a la orquesta y su yo solista ya había desplegado un amplio repertorio de recursos expresivos: sonidos purísimos o sucios, pianísimos entre la fronda de la orquesta (audibles) o fortísimos electrizantes imprimían un impulso brutal a la interpretación, ante lo que el público no pudo reprimirse, irrumpiendo en aplausos entre movimientos. La personalísima forma de tocar del solista nos llevó inesperadamente a escenarios humorísticos (los desvanecimientos etílicos en el final del otoño) o de inusitada espontaneidad (el apasionado zapateado del principio del invierno). Tras semejante recital, el público no estaba dispuesto a dejar marchar a los músicos sin más, obligando con su ovación mantenida al solista a dar dos bises: la Allemande de la Suite nº2 para violín solo de Juan Sebastián Bach (…que estás en los cielos…) en una visión heterodoxa y genial que vuelve a demostrarnos una vez más que el maestro de Eisenach puede habitar todos los lugares. Tras recuperarnos de la experiencia, seguimos aplaudiendo hasta que la orquesta volvió a tocar el último movimiento del Verano, dibujando una sonrisa a la salida del concierto, sonrisa muy parecida a esta forma de hacer música de dentro a afuera, de las de verdad.