Angel Rodríguez Lubián, quien a los 88 años acude aún sin falta a su taller de torno de madera, situado junto a la plaza del Potro, dice estar vinculado al Museo Julio Romero de Torres, o más bien a la familia del pintor, desde que tenía ocho años, cuando su padre lo mandaba a llevar los encargos a aquella casa de espléndido jardín que a él lo debaja boquiabierto. Ayer, feliz como un niño con zapatos nuevos, paseaba sus recuerdos por las salas del museo que él conoció siendo el hogar del pintor. Y se emocionaba al ver en una vitrina el puntero que torneó, exactamente como el usado por Julio Romero, que se rompió, y otros encargos que le hizo el museo como tiradores para unos bargueños o unas columnitas salomónicas para impedir el paso. "También fui vigilante, cuando los domingos había partidos de fútbol y venía la gente de fuera para verlos hasta con talegas, atropellando a los porteros --dice--. Yo reforzaba la vigilancia, hasta que don Rafael, el hijo, ordenó mantener cerrado el museo los domingos de fútbol".

--¿Llegó a conocer al pintor?

--Sí, siendo yo un niño chico.

--¿Y qué recuerdo tiene de él?

--Uno muy bonito. A media mañana, se plantaba en la puerta con su galgo al lado, a ver pasar a las mujeres, que le encantaban. Ten en cuenta que su casa, este edificio que luego fue museo, está muy cerca de la plaza grande, y toda Córdoba pasaba por este barrio. Era un señor, de trato magnífico. Toda la familia era estupenda.

--¿Entró usted a su estudio?

--No, eso no, entré a la casa, que era preciosa; en el taller tengo todavía pedazos de madera de los naranjos que quitaron del jardín, y la piña de un pino gigante que cortaron. Pero lo del estudio lo llevaba con mucho misterio. Ya con su hijo Rafael sí que entré aquí, y lo veía pintar las copias tan estupendas que hacía de la obra del padre. Con don Rafael, que fue director del museo, sí tuve mucha amistad.

Recuerda también a Angelita, la hermana pequeña de Julio Romero, que en su opinión era "el alma del barrio". "Los nenes íbamos detrás de ella cuando salía por la tarde, '¡Angelita, Angelita!', y nos repartía perras gordas. Entonces nos íbamos a la Cruz del Rastro, donde había un estanco que era también confitería, y nos comprábamos una torta de aceite". Sin duda debió de ser una mujer muy especial Angelita, porque ha dejado huella en muchas personas. Tocaba el violín y, en 1949, publicó en el Boletín de la Real Academia un inventario de la colección arqueológica de la familia. "Tenía una distinción tremenda", interviene otro vecino de la zona, Rafael Reina, buen conocedor también de la saga. "Con don Rafael, el hijo, compartí muchos medios aquí al lado, en la Sociedad de Plateros --dice--, y muchas partidas de dominó".

--¿Entabló también contacto con las hijas, Amalia y María?

--María era un torbellino --retoma de nuevo la palabra el casi nonagenario artesano--. A pesar de que el hermano era el director, la que llevaba las riendas del museo era ella, fue la que ordenó cerrar los domingos por el fútbol. Había otra hija que no era legítima y vivía también por aquí. La mujer de Julio Romero de Torres, doña Francisca Pellicer, era una gran señora, guapísima. Yo le traía una bolsita con las astillas de las esquirlas que le quitábamos a la madera, con las que encendían la hornilla. Entonces se usaba el carbón de piedra. Ahí, donde está el busto de Julio, estaba la hornilla. Me daba la señora, que ya estaba viuda, una gorda de cobre por el porte.

--María Teresa López, la Chiquita Piconera, decía que la familia, a la muerte del pintor, no anduvo sobrada de dinero.

--Mucha necesidad no es que pasaran, comparada su casa con otras muchas de entonces, pero estrecheces sí hubo. Yo recuerdo muy bien a la señora, que era una maravilla. Estando ya muy mayor, la sacaban por las tardes las dos hijas y el varón en un coche de caballos. Ya que no podía andar, la paseaban casi todos los días por los barrios antiguos de Córdoba, San Lorenzo, Santa Marina... Era una familia estupenda.