Fulano está sobrevalorado. Una frase que puede oírse, en ocasiones, con algún tono de envidia o maldad. Valorar los méritos ya puede resultar algo complejo. ¿Quién sustenta esos méritos? Lo primero que se piensa es en el número de libros publicados y los premios literarios. El número no indica, en algunas ocasiones, gran cosa. Hay quien va tropezando con la misma piedra y no deja de hacerlo el resto de sus días. Y de los premios, qué decir, solo en algunas ocasiones sabemos que son un valor auténtico de medida. Con este panorama, poco esclarecedor, y con la ayuda de las redes enturbiando más que aclarando, resulta muy fácil que cada uno haga su particular componenda, basada, en muchas ocasiones, en apreciaciones y gustos personales más que en un criterio centrado en la objetividad.

Sobrevalorar es dar más valor a alguien o algo de lo que realmente tiene. Pero, ¿cuál es ese punto de partida? ¿Lo que posee? ¿Lo que te viene dado, en no pocas ocasiones por los comentarios y halagos de los más cercanos -nunca sabes si son sinceros y hasta qué punto-, la repercusión en los medios, etc, etc.? Desde este punto de vista, puede resultar fácil ensalzar una obra o una trayectoria con una buena planificación sistemática, sin que luego dicha obra sea nada que perdure más allá de esos fuegos de artificio. De hecho, es algo que venimos contemplando -no sin cierta perplejidad- casi de forma habitual a nuestro alrededor.

Sobrevalorar, de partida, es llamar a alguien poeta porque haya escrito algo parecido a un libro. Yo puedo pintar diez cuadros y no ser un pintor, más que un amateur, un aficionado. Y partiendo de ahí, la bola de nieve ya puede alcanzar unas dimensiones exageradas.

Tener una óptima base de lecturas, orientación puntual de quién sabe y puede aportar, capacidad crítica -que no se adquiere en poco tiempo, la verdad- y una disminución progresiva del ego, son, en perfecto equilibrio, el mejor remedio para abrir la boca con criterio, y, si no, mejor es mantenerse en silencio y observar. ¡Queda tanto por aprender!