‘La sentencia’. Autor: Santiago Castelo. Editorial: Visor. Madrid, 2017

Cuando siento no escribo», afirmaba con rotundidad Bécquer en la segunda de las Cartas literarias a una mujer para dejar constancia de que se escribe a partir del recuerdo de lo sentido (o «memoria viva», como lo define el poeta sevillano) y no de la experiencia directa de los sentimientos. Desde entonces, no son pocos los críticos y escritores que han hecho suyas, con diferentes matices, dichas palabras. Sin embargo, poemarios como La sentencia, de Santiago Castelo, revelan lo erróneo de tal pensamiento o, por decirlo de un modo más suave, suponen la excepción que toda regla contiene, en la medida en que consiguen crear arte a partir de los escombros del propio ser. Para ello, el poeta se sumerge en su dolor, en su sufrimiento, en su enfermedad, sin tiempo para distanciarse de ellos y consigue trascender la experiencia personal, convirtiéndola en una verdad universal. El resultado es sentimiento y poesía fusionados, en estado puro, sin cortapisas. Y es esta condición la que provoca que el libro, pese a la serenidad del dolor aceptado, golpee con una contundencia inusitada a un lector que, una vez lo cierre, ya no volverá a ser el mismo.

El poemario, que consiguió el XXV Premio Internacional de Poesía Jaime Gil de Biedma por «aclamación», en palabras de Gonzalo Santonja, supone, según reza en la contraportada, «el broche de oro a la obra poética» de José Miguel Santiago Castelo (Granja de Torrehermosa, 1948 - Madrid, 2015), quien falleció un par de semanas antes de conocer el fallo, y refuerza, sin duda alguna, el prestigio de uno de los galardones más importantes de nuestro panorama poético.

Se trata de un libro contundente y estremecedor, que sobrecoge aún más al conocer las circunstancias vitales del poeta extremeño. Concebido como la crónica de una enfermedad, de una lucha por la vida, arranca con el poema que da título al conjunto y actúa como un golpe directo al ánimo del lector, al igual que las palabras del médico que le anuncian que padece cáncer («Sonó la palabra. Seca y rotunda lo mismo que / un disparo»). Esta es la terrible palabra que articula todo el discurso sin aparecer una sola vez. Nada más escucharla, toda su existencia pasa por delante de sus ojos, como fotogramas mal montados de una historia íntima: «toda la vida en un instante: la niñez en el pueblo; el viaje a Madrid; / los primeros amores.» Es así como la vida y la percepción que el sujeto tiene de ella cambian radicalmente: «Se acabaron las citas, las agendas. / De pronto nada sirve de un día para otro. / Ni tú mismo mandas. / Es tu propio organismo, tu luz y tu ceguera».

Una vez aceptada la realidad, se suceden las pruebas a las que el enfermo debe someterse, las sesiones de quimioterapia, el deterioro del propio cuerpo («El cuerpo es un castillo en continuo derrumbe»), que lo lleva, incluso, a no reconocerse físicamente («Veo mis manos. ¿Pero estas son mis manos?»), las mejorías transitorias, el dolor instalado en el costado, las recaídas... En estos instantes, la memoria se convierte en un salvavidas al que aferrarse y, así, se suceden los poemas elegíacos dedicados a los amigos que marcharon antes que él, los recuerdos de la infancia y la adolescencia o el amor a su tierra natal, Extremadura; y todo con la característica variedad métrica del autor. Verso libre, romancillos, décimas o sonetos se funden creando una sutil polifonía de emociones y sensaciones.

Pese al dolor que atraviesa cada verso hay un sosiego y una resignación de honda raíz religiosa que no está reñido con el ansia de seguir viviendo. De esta singular tensión nacen unos poemas despojados y definitivos, de una fuerza e intensidad singulares, capaces de transmitir una innegable serenidad y, al mismo tiempo, desgarrar el alma.

Castelo, al notar que la vida se le escapa, decide ajustar cuentas con la vida y con uno mismo y se despide de manera sosegada, con lo que La sentencia supone, como se recoge en la nota preliminar anónima, el «testamento poético y vital de quien contempla con serenidad su paulatina extinción y quiere dejar constancia de los días vividos, de los días gozados y llorados y también de los días que ansía vivir».

Un testamento escrito, como no puede ser de otra manera, desde la perspectiva de quien se sabe ya en la otra orilla (título de la composición que cierra el volumen): «Viviré en los encinares / cuando solo sea memoria, / cuando me borre la historia / y mis versos sean cantares... / Por encinas y olivares / irá vagando mi alma / y al atardecer en calma / de la clara primavera / oiréis mi nombre en la era / y en el rumor de la palma».