‘El temblor de una noche gigante’. Autor: Antonio Rodríguez Jiménez. Edita:

Caudal. México, 2016

Las dos publicaciones más recientes de Antonio Rodríguez Jiménez dan fe de las que son sus preocupaciones literarias primordiales: el campo del ensayo, que se constata en Cuadernos del Sur. Un episodio clave de la crítica literaria en el periodismo cultural (2016), y el género de la lírica, que muestra de modo unitario en el volumen antológico La llave de los sueños (Poesía 1979-2012). Es ese dilatado afán poético el que el autor cordobés prolonga ahora en 31 nuevos poemas conjuntados bajo el título de El temblor de una noche gigante. El inicial, El cielo de México, contiene un tono descriptivo en el que en buena parte se va a instalar el escritor, que deja que su mirada se deslice como la de un reportero que en el estado mejicano de Guadalajara anota sus pensamientos «más lúcidos de esta tierra perdida bajo un mar invisible / que sabe a pasteles de merengue y chocolate».

El poeta suele adoptar el verso largo para ir dejando en él sus reflexiones y sus motivos de dicha («La vida es aburrida y lenta, nutrida de lecturas y de sueños»), para registrar la melancolía del paso del tiempo y los asomos de tristeza. Si el poemario avanza recreando estampas de la cotidiana realidad («El cielo plomizo se oscurece / como un manantial arropado en la niebla»), a la vez permite que resurjan emociones íntimas («Nada te sustituye, el amor no existe, solo el recuerdo») o que en ocasiones reaparezca un tono fantástico que de algún modo conecta con libros anteriores como, por ejemplo, El azúcar de Saturno o Los duendes del invierno. Hay poemas claramente redactados en primera persona que trasminan emoción y a veces hasta un léxico de evidencias jaliscienses -amapas, capomos, huanacaxtles-; hay versos que de pronto exhiben una denuncia o una crítica ante la crueldad o la corruptela; y hay poemas que son una patente reflexión sobre el tiempo y su inevitable nostalgia, como ocurre en el titulado Saber perder (que concluye: «Todos queremos, inútilmente, / para enmendar la historia, / volver a ser aquel muchacho») o en Tiempo último, donde se confiesa que «Tengo miedo al futuro / porque el final se acerca».

Estamos, en resumidas cuentas, ante un libro que en muchos aspectos continúa el estilo de Rodríguez Jiménez, pero que en otros se vertebra ante los nuevos escenarios de la América mejicana y que incluso se decanta frecuentemente hacia anécdotas que se tiñen del entorno -véase El crimen- o se circunscriben a confesiones en que palpita el peso inmisericorde del pasado, dirigiendo «la mirada hacia ese lugar / del que no debimos salir nunca», o la preocupación por un futuro incierto ante el que late un manifiesto pesimismo vital, sabiendo que «el tiempo de los jarrones ya no existe porque las flores hace siglos / que perdieron el virtuosismo de la fragancia». A esta temática de la nostalgia o del temor por el tiempo venidero se adscriben, sin duda, los mejores momentos líricos tras los que se percibe la razón del título general que el poeta ha escogido para su libro.