Los lugares nos llevan a las personas. A veces, sin premeditación, se activa el recuerdo sobre algún momento compartido, alguna situación, o, simplemente, la fugacidad de un gesto, una expresión de la persona ausente, regresa sin consultarnos. Uno acaba por descubrir, sin proponérselo, ciertos lugares fijos, en los que el paso circunstancial te lleva hacia esas personas que ya no están, pero algo de ellas permanece, como latente. Un inventario muy personal. Lo esencial es invisible.

Paso distraído cerca de la calle Obispo Fiteros, y no puedo evitar pensar en Pablo García Baena, como si aún estuviese vivo, en su casa. Saber que alguien conocido y apreciado está cerca da tranquilidad. Ahora salta el resorte y pienso en él, como si aún latiese su pulso pero al momento algo en tu cabeza te niega ya esa posibilidad. El recuerdo trabaja solo, tiene sus mecanismos que se activan por esos chispazos que vienen de fuera, despreocupados, naturales. Y no queda más que acatarlo y acogerlo con agrado, como ese huésped imprevisto al que nunca le puedes negar la entrada.Sin embargo, dije inventario, y es que también hay otros lugares para que Eduardo García acuda presto a mi memoria, para que Nacho Montoto también regrese por un instante. Así esta vieja ciudad se me va poblando de espacios para el recuerdo, espacios que sobreviven a la posible frialdad de las ausencias, gracias a ese calor que imprimen los que están, los que estuvieron, su legado.

Las pérdidas parecen ir diluyéndose en el tiempo, al menos esa extraña sensación de inmediatez al pasar por alguna cafetería, como si Eduardo fuera a salir a saludarme o me estuviese esperando, como si Nacho me diera la mano en su regreso de la estación, como si Pablo me abriese, de nuevo, la puerta de su casa, y en todos ellos, la poesía, siempre con esa luz propia que no se apaga.