España es un país pequeño, insignificante diría. Uno que intenta guardar silencio y mirar hacia los lados a los que nadie atiende y acaba bombardeado de información. El centro indudable también posee fisuras, sobre todo unas grietas de experiencia que la mayoría de los mortales no logran olvidar.

Uno, cuando va adquiriendo uso de razón literaria, elabora sus propias listas. Comienza a admirar a unos autores a los que denomina "grandes", los lee, los estudia, los desmenuza. Pero un día ese "grande" deja de serlo por cuestiones terrenales. La armonía entre la ética y la estética se rompe. El silencio no es más que el descubrimiento de la estética errónea, fabricada al uso y al momento de las modas. Nunca ha sido fiel a la verdad y a la belleza y eso se termina pagando. Aunque solo sea un tachón en la humilde lista. Hay grandes que para conseguir sus propósitos amplian aún más las fisuras del centro. Aquellos que olvidan sus orígenes remotos y los desprecian, habrán roto la armonía propia y ajena.

Hay escritores que han cambiado sus nombres en las diferentes etapas de su producción literaria, otros que han presentado autocandidaturas a puestos gubernamentales, los que se comprometen en tres bolos un mismo día no atendiendo a ninguno pero cobrándolos todos, los que plagian y no inventan, los que mal inventan sin plagiar, los que babean en un medio de comunicación, los que hacen reseñas para acabar siendo miembros de jurado o resultar galardonados. Todos en el fondo ya han descubierto que su vida pasa con pena. Claro que uno guarda silencio, sigue leyendo a aquellos que mantienen el equilibrio y adelgazando el volumen de obras de su biblioteca. He vuelto a fumar. He logrado convencer a un librero de viejo para que adquiera los libros que le llevo. Los acepta sin remordimiento, en silencio.