No puedo recordar con exactitud el día en que conocí a Pablo García Baena pero tuvo que ser en el año 1986 cuando recogía el premio Ricardo Molina, convocado por el Ayuntamiento de Córdoba, siendo Pablo, como presidente, junto a Francisco Carrasco y Manuel de César, componentes del grupo Zubia, algunos de los miembros del jurado que otorgaban por vez primera el galardón a un cordobés, exiliado en la alta sierra de la legendaria Fuente Obejuna. Pero ya conocía a Pablo a través de sus libros, mucho antes de que el fulgor del Premio Príncipe de Asturias, concedido al poeta en 1984, esclareciera su figura. Yo, entonces, no era más que un escritor diletante que impartía clases de lengua y literatura en un instituto de la serranía norte de Córdoba, sabedor de que los versos de Pablo herían las fibras de mi joven y acelerado corazón. Cinco citas capitales entibaban la primera obra poética asumida que afluía de mi ánimo con el título Nacimiento al amor. La primera era de Vicente Aleixandre, amigo de los poetas de Cántico y referente álgido de algunos de los escritores más notables del siglo XX, aunque su brillo se haya desgastado por la erosión de nuevas estéticas más o menos falibles. La segunda pertenecía a Gabriela Mistral. El que para mí constituía uno de los poemas esenciales venía introducido por la cita de Pablo. La cuarta era de Ricardo Molina, para concluir con una quinta cita de Luis Cernuda.

Bebía de estos poetas como si no hubiera otro alimento, pero los libros de Pablo tenían entonces significación especial. Rumor oculto me evocaba el ardor y el aturdimiento de la adolescencia que latía con intensidad. En él trasparecían los primeros amores y olvidos, inflamados de una grave elegía melancólica que no aminoraba el tono dramático de la inconstante juventud: «en ti hay algo que es mío y no lo sabes,/algo que entro en mí a pesar de ti mismo,/y es esa indiferencia que te hiela los labios/a la que yo amo más que a la amable sonrisa». Mientras cantan los pájaros, publicado en mayo de 1948, fue el primer texto de Pablo que tuve entre mis manos y aún sigue ocupando un lugar de excepción en mis estanterías pobladas de libros. La voz del poeta desvela en su vértigo íntimo el lujo verbal de los simbolistas franceses con ese acento amargo de hedonista desilusión: «Mirad ese carro en la noche que detiene sus ruedas en el camino./Así es mi vida./En el fango se han hundido las ruedas/y yo oigo la blasfemia del látigo/el largo resoplar sudoroso de las mulas/el esfuerzo que hincha el torso desnudo de los hombres/y la rueda resbala sin avanzar». Junto a los versos de Pablo, las viñetas de Miguel del Moral, su amigo del alma, con el que compartimos jornadas casi mágicas en el estudio-desván iluminado solo por los resquicios del sol entre los contrafuertes de las ventanas. Entre los muros fríos de la clara penumbra contuve la palabra y los deseos castos de aspirar aquel viento mítico y misterioso. No he vuelto a pisar esas losas que hervían como brasas ni a contemplar la celosía, el cielo, por los vanos de pájaros huidizos, pero no dudaré en proclamar el himno de sus nombres desde el hondón de la memoria. Nunca abandonó Pablo ese deseo sereno del beatus ille horaciano por las calles de Córdoba. En Antiguo muchacho nos remite indefectiblemente a la evocación de la infancia, tachonada de pasión y melancolía, recuerdos de niñez envueltos en la resonancia del paraíso que no ocultan con su veste fastuosa el dolor de la atrabiliaria existencia: «Y, como el nadador (...) deja escurrir los dedos del agua por su cuerpo desnudo (...) así a ti me vuelvo/buscando tu sonrisa en mi sonrisa,/tu mirar en mis ojos/y tu honda voz pura, antiguo muchacho,/fluyendo como un agua fresquísima/del manantial cegado de los días».

Junio siempre ha sido, para mí, un libro esencial. Editado en Málaga en 1957, canta el triunfo carnal del amor. La sensualidad domina la palabra que fulgura incendiando la oscuridad de la noche: «Bajo tu sombra quiero esperar las mañanas fugitivas de frescura/y los atardeceres largos como miradas/cuando todo mi ser es un canto al amor,/un cántico al amor entregado,/mientras las manos se curvan sobre las espaldas desnudas/y mis párpados se tiñen con el violento jacinto de la dicha». Un año después aparece Óleo, donde el poeta habla desde la soledad y el arrepentimiento. Algo se ha trasmudado en su palabra, en su sentir hedonista.

Tras el pagano carnaval de Junio, Pablo se sumerge en un angosto Miércoles de Ceniza, reparación inconsciente de los deseos que laten sin haberse cumplido: «Otra vez tu ceniza, Señor, sobre mi frente». El canto jubiloso del carpe diem que exalta el goce de los cuerpos se ha tornado maduro, duro, macilento, sin apenas haber saboreado su dulce encarnadura. En este libro hallamos uno de los poemas más conocidos de Pablo: «Palacio del cinematógrafo» que muchos han asociado con la eclosión de los novísimos, situándolo, para la crítica, entre los dos grandes movimientos del siglo XX: la generación del 27 y los escogidos por Castellet. Nunca sintió especial afecto por los poemas de Almoneda. 12 viejos sonetos de ocasión, trece para aviso de supersticiosos, ya que habían sido compuestos con motivo de alguna celebración u homenaje. Mucho más al uso de la poesía de circunstancias son los Gozos para la Navidad de Vicente Núñez, un conjunto de felicitaciones navideñas enviadas al poeta y amigo aguilareño en diferentes años. He coincidido en diferentes ocasiones con Pablo en el premio dedicado al amigo aguilareño por la Diputación de Córdoba. Días antes del fallo me llamaba sin falta para preguntarme sobre mis libros preferidos y así charlábamos largo y tendido sobre ellos y otras cuestiones de la poesía y la vida.

Siempre me reconvino sobre lo poco que iba a visitarlo, cuando tantos amigos llegaban hasta su residencia en Obispo Fitero reclamando su compañía. Finalmente, en la Navidad de 1990, acudí a su casa con Fieles guirnaldas fugitivas bajo el brazo. «Para Manuel Gahete, por su amistad y poesía, en estas fiestas. Pablo. Navidad 90». Con este breve apunte, certero, afable, me dedicaba los versos áureos de un libro que significaba regreso a la nostalgia o el presagio sordo de la muerte. Ya, con el libro Antes que el tiempo acabe, Pablo había iniciado su etapa de madurez. Es como si el poeta retornara en la búsqueda de otros campos elíseos que tendrían que esperar.

En 1995, respondiendo al envío de mi obra El cristal en la llama, me honraba de nuevo con su palabra y su amistad: «Hace tiempo que tengo una deuda contigo, agrandada ahora en las largas tardes del verano cuando releo tu antología ardida y me encuentro con ese soliloquio de amor, el embeleso de la poesía hablando sola, como si nada importara en el mundo tanto como ese grito o belleza o susurro o sollozo». En 1998, Visor publicaba la poesía completa de Pablo. Recuerdo que interveníamos en un acto organizado por la Diputación de Córdoba, donde participábamos tres generaciones literarias. A su término, Pablo me regaló el ejemplar de la obra que guardo como un tesoro. Esta era entonces su dedicatoria: «Mi poesía casi completa (1940-1997), para Manuel Gahete, esta tarde de Junio y poesía en Córdoba». Cuando en 2006, Pablo publica Los campos Elíseos ya era digno de todos los reconocimientos. Solo le ha faltado el Cervantes. El reflejo de Góngora y el lamento por Córdoba fluyen en el ánimo de quien convirtió su mirada en palabra y su palabra en mester sagrado. Evoco ahora cuando me escribía que mi voz estaba «sola crepitando, llama que rompe los cristales del alma. Soledad del poeta». Así nos dejas, solos, huérfanos y náufragos, con el peso ligero de tus versos que no volveremos a oírte recitar; versos inolvidables que provienen de los antiguos salmos y traen ese confín oloroso de lo presentido y el misterio, entallados por la seguridad de la mano maestra que esculpe el mármol pétreo; poemas para seguir creyendo que Pablo será siempre un piélago de luces, un mar sin horizontes.