Quienes desde hace años hemos hecho de la crítica literaria si no una profesión, al menos una honrada devoción, hemos seguido el ejemplo de Ricardo Senabre, desaparecido recientemente, y calificado como un sabio de la Literatura. Quien lo conoció supo de su talante insobornable, nadie ejerció influencia sobre él respecto a los libros que debía leer, o cómo debía comentarlos. Su independencia, todo un proverbio en esta compleja "república de las letras". Incisivo, minucioso, concreto en sus apreciaciones, y objetivo en el ejercicio de la crítica. Llegó a afirmar que "la Literatura es el más formidable instrumento de comunicación creado por el ser humano".

Catedrático de Universidad, ejerció gran parte de su vida en Salamanca, donde se había doctorado con una tesis sobre Ortega y Gasset; antes dejó un magnífico magisterio en la de Extremadura. Discípulo de la Escuela de Filología Española, recibió el legado de Ramón Menéndez Pidal, y después de Rafael Lapesa, Dámaso Alonso y de Fernando Lázaro Carreter, su maestro en Salamanca, quien lo recomendara a Luis María Anson como crítico literario, en cuyos suplementos ejerció un intensa labor, y donde llegó a escribir más de mil páginas, hasta los últimos momentos de su vida.

Su amplia visión de la literatura le llevó a ensayar sobre autores consagrados y las nuevas generaciones del escenario literario. Su sabiduría quedó patente en ediciones modélicas de Fray Luis de León, Zorrilla, Valle-Inclán, Unamuno, Baroja y Ortega y Gasset. O su miscelánea entre La poesía de Rafael Alberti (1977), Gracián y El Criticón (1979) o Antonio Machado y Juan Ramón Jiménez: poetas del siglo XX (1991).

Ricardo Senabre supo combinar reflexión teórica con el peso de la palabra y la literatura.