Una no es siempre consciente de sus influencias. Las lecturas, unas pasan y se olvidan; otras te revuelven y se quedan. La poesía de Pablo no podía dejarte indiferente. Con su lectura recuperabas de pronto a los clásicos, autores que en cuatro fragmentos te transportaban a otro tiempo, a los mitos. La poesía de Pablo te atrapaba porque estaba hecha con la materia de lo sagrado, eso que un día descubres en las palabras, la música, los ritos. Lo sagrado: la naturaleza, un arroyo, la luz, la lluvia, los madroños, el atardecer, la amanecida. Y que no es otra cosa que la memoria del ámbito celeste de que procedemos.

Pero eso espiritual, sagrado, entra en liza con lo mundano: con el amor y el tiempo y el deseo. Y ahí ya la trinidad de una poesía que alza continuamente el vuelo y que, continuamente también, choca con su lastre y su infierno. «De nuevo volverá todo un día./Dime que has de volver con la mágica llave/de la puerta perdida en un muro de niebla». («Alma feliz», en Antiguo muchacho). La poesía de Pablo tantas veces se personaliza en mujeres, tantas veces son ellas quienes encarnan eso que el autor dramatiza. «Dadme una túnica que sea en mis caderas/como agua de lluvia en un huerto sin riegos. (...) mi cuerpo era una brasa que se apaga entre las manos del relente» («Llanto de la hija de Jephté», Mientras cantan los pájaros).

Naturaleza y ruralidad son temáticas queridas por Pablo y por mí. Conoce y nombra los arbustos de la sierra, el día a día de los barrios de Córdoba, que no difiere mucho de mi vida de campo y pueblo. «La huerta de la Cruz con su naturaleza en calma», «El puesto de leche», «La calle de Armas» o «Corpus» son poemas que siento cercanos: «y su nombre, Corpus,/es fresco como la palabra «fuente» oída entre sueños en una noche de calentura. Recuerdo aquel aroma de las hierbas pisadas.../Las carretas lentas que bajan del monte el arroyo frío de los mastrantos» (Antiguo muchacho). Pero lo que más me toca, lo que siento más mío es el ambiente de infortunio o calvario, los versos cruzados por dos voces o dos ambientes, como en el poema dedicado a Josefina Liébana: «al pasar por las calles hoy he dicho tu nombre:/Amiga. Y sin saberlo inauguré la tarde/con un perfume nuevo (...) ¿Qué es la felicidad?/Sí, ese nombre -¿lloras?- pronunciado en voz baja/o ese polvo que cubre de adioses los zapatos (...). Así esperas sin queja, contenido el aliento,/algo que desde lejos te hace signos estériles/y aguardando el milagro vuelan lentas las tardes.../Mas tú te quedas sola a solas con tu lámpara. («A solas con tu lámpara», Mientras cantan los pájaros). Lo amargo que puede aumentar de intensidad hasta hacerse dolor, hasta la encrucijada en el solar que amamos y acusamos, hasta el sufrimiento de los inocentes y sus poderosas imágenes: «Córdoba estaba roja de pecados ardientes./La piedra de los templos, como carne desnuda,/palpitaba de angustia cuando morían los niños./La noche iba clavando alfileres de luto/en los aleros húmedos de las casas patricias,/y los inquietos pájaros,/en un rumor de plumas,/se perdieron en nieblas sin volver la cabeza.(...) y cuando desde el cielo/descendía un eterno abrazo perdurable,/Córdoba se dormía en sus pecados gratos». («Himno a los Santos Niños Acisclo y Victoria», Antiguo muchacho).

LA TRAGEDIA Y EL AMOR

Y la tragedia, el enfrentamiento entre lo espiritual y lo carnal, con la flaqueza corporeizada en las manos y el pétalo en la boca que remite a lo sangriento: «desnúdame, no tengo ya otra cosa./El labio helado de besar tanta muerte./Sájame la mirada, deja el ojo sin lágrimas (...) pues que amó la carne y su comercio/y fue carnal el llanto para él, como un miedo/cobarde de pichones en las manos/y la oración un pétalo manchado entre los dientes». («Día de la ira», en Óleo).

La conciencia de lo sagrado, vivido en contraposición al amor, no puede deparar la dicha. Es fuente de sufrimiento, y la libertad llega con la huida y la lluvia, después de la gran imagen, su sinestesia de «jergón encarnizado»: «Tanto tiempo en silencio, tantos días/juntos sobre el jergón encarnizado,/sobre el ara o caverna de la cama (...). Así un día te fuiste y los perros/ ladraron a tu muerte entre la niebla,/(...) Por las torres de Córdoba llovía.../Vuelves ahora en altas madrugadas/de recién lluvia, a encender los cirios (...). Junto a las olas, yo también soy libre». (De «Cándido», en Antes que el tiempo acabe).

En otro poema del mismo libro, «Viernes Santo» se dramatiza un pasaje de la Pasión, y las voces de la narración evangélica se superponen a la doble voz de los amantes, con lo que el poema crece en dramatismo y fuerza. Guillermo Carnero, en su libro El grupo Cántico de Córdoba (1976) lo denominó «correlato religioso prescindible» y así lo sostuvo hasta que Pablo, ya en el siglo XXI, consideró que las voces o historias religiosas en su obra eran auténtico y experiencial relato, recreado desde su conocimiento de las Escrituras y los ritos católicos. «Hace frío en los atrios esta noche (...) y no apagues la luz quiero verte los ojos,/ averigua quién te dio el golpe,/ el mazo martillea los clavos en la fragua (...) y tú me quieres, vino nuevo embriagando mis venas,/arterias al ocaso como dalias,/no apartes este cáliz, esta hiel, está el campo/ del alfarero ya comprado con las treinta monedas,/ (...) no caiga sobre mí la sangre de este justo,/pues sólo quise amarte». (En Antes que el tiempo acabe). El versículo y la acción acumulativa y surreal de éste y otros poemas se hizo experiencia en mi tercera publicación, «Paranoia en otoño». Con «Arte de cetrería», en el curso 1987-88, experimenté lo que es escribir al dictado o en estado de trance: los versos me venían dados por la calle, frente al cuaderno o en la cocina, y allí dentro se me quedaban palpitantes, hasta el momento de darlos por terminados a bolígrafo.

El amor ave-cetrero, con su juego de libertad y muerte, hallan su correlato en los versos del maestro. Así, el poema «Narciso», en Junio (1957): «Nacido de mí mismo, tu amor, como puñal en el estuche,/ acecha para libertar mi soledad,/porque el amor tan sólo puede ser poseído por la muerte,/y es inútil que los cuerpos se enlacen en un latido turbio (...) y cuelguen las cabezas, como degolladas, sobre las bandejas de légamo de los cabellos (...) Para siempre a tu lado./Prepara ya tus brazos». Junio es el libro de la sensualidad, del vitalismo: «las yuntas soñolientas por los caminos/ y el zagal cantando con un junco en los labios». («Bajo tu sombra», Junio).

Fijar la mirada en el niño que fue (Pablo) es sanador, porque la infancia es el tiempo de la dicha: «Y como el nadador, dichosamente cansado,/deja escurrir los dedos del agua por su cuerpo desnudo/volviendo su mirada hacia la playa,/así a ti me vuelvo,/buscando tu sonrisa en mi sonrisa,/tu mirar en mis ojos/y tu honda voz pura, antiguo muchacho,/fluyendo como un agua fresquísima/del manantial cegado de los días». («Antiguo muchacho»). Aunque llega un momento en que: «Cuando los días pasaron, él ya supo/que su destino era esperar en la puerta mientras otros pasaban./Esperar con un brillo de sonrisa en los labios/y la apagada lámpara en la mano». («Bajo la dulce lámpara»). Versos que hoy releo junto a los míos, en Fisterra: «Y ella aparta los ojos/y hay dolor, pero sabe/ que hay destinos de vida, mas el suyo/es morirse a diario, fustigada/cuerpo a cuerpo en la lucha/de las voces, los ojos y los signos».

En el libro Óleo (1958) bastantes poemas mantienen un tono hímnico, bíblico. En «Santa María de Trassierra» aparece un personaje femenino, como deidad no identificada: «Pero ella salía descalza con el alba.../Aún no sabía qué amar... Iba descalza el alma,/indecisa, buscando, y los perros guardianes/levantaban su rastro con humo de ladridos/(...) Por el monte, la fuente del Arco y el arroyo/del Bejarano iba feliz inaugurando/el agua, las adelfas, el paraíso… Limpia/ se alzaba la mañana del mundo como dalia».

En el poema «Delfos», de Antes que el tiempo acabe, Pablo se enfrenta a sí y a sus demonios, con unos versos entre la sinceridad y la ironía, que hoy recobran un nuevo sentido: «¿Qué esperas del oráculo, Pablo García Baena,/si tu vida es recuerdo, tapiado columbario (...) ¿Qué haces en la noche de Delfos,/junto al abismo que arañan los olivos (...) ¿no será esta la noche del balance,/noche de la balanza donde arrojes tus días,/los mortales obsequios oferentes,/solitario, pobre, triste, casi cincuenta años,/tímido, huraño, callado y sonriente/Pablo García Baena?/Despójate del íntimo pingajo (...) y avanza solo en la noche hacia el enigma,/desnudo hacia la voz, al desolado/ carril de tu destino».