Suele ocurrir que los grandes hombres surjan de la nada y que en ella naden durante años mientras se van elevando poco a poco hacia el respeto y el prestigio. Sin duda, este fue el camino, muchos trechos recorridos en solitario, de Pablo García Baena (1921-2018), para el que hoy se reclaman los mayores honores y al que aclaman incluso los que pocos versos han leído de él; pero debemos contemplarlo como alguien que en sus comienzos -remedemos la Biblia, libro por él tan preferido- solo fue el verbo, es decir, la palabra, manifestándosele incontenible. ¡Y qué otra cosa más necesita el poeta! Acudo ahora, cuando algunos podemos creer, ignorantes de la historia, que Pablo siempre fue un grande, a unas palabras de Francisco Umbral que, contextualizando el ambiente cultural en su libro de 1984 Trilogía de Madrid. Recuerdos, escribía: «Juan Ramón, Gabriel Miró, García Baena, son gentes de quien este país apenas si se ha enterado o no se ha enterado nunca». Y esto indica que siempre ha habido una literatura oficial y otra soterrada, humilde, marginada o minusvalorada. El Grupo Cántico -y sus dos más grandes Ricardo Molina y Pablo García Baena- hasta hace pocos años ha pertenecido a esa segunda modalidad, aunque ya se lleve años reivindicando lo que significó Cántico y su orientación literaria, por ser revista aglutinadora del grupo y bandera de una joven, liberadora, esteticista y diversificada poesía: como escribió Gimferrer, fue «uno de los focos de poesía independiente que se dieron en España durante aquellos años». No hay mal que por bien no venga, y las recientes o actuales conmemoraciones en torno a Molina, Mario López e, incluso, el fallecimiento de Pablo -se entierra la semilla y germina su fruto- solo darán más luz para estos poetas cordobeses que, siendo tan buenos y modélicos como muchos otros, nunca se llevaron a la altura que les correspondía. Entre otros muchos argumentos, su modernidad y anclaje con la mejor lírica europea ya era una evidencia que se manifestaba por su admiración a la poesía simbolista francesa (Verlaine, Rimbaud...) y a autores ingleses, cuyas traducciones en la revista fueron preocupación continuada del propio Ricardo Molina. Por estas razones ha resumido Pedro García Cueto, en un comentario de julio de 2017, que Cántico fue «un esfuerzo por romper la poesía social de la posguerra española, abandonar los temas de esa poesía y abrir puentes a un colorismo, a una ornamentación, a un lenguaje esmerado y barroco que no tuvo suerte en los premios Adonáis».

Hemos dado sepultura a Pablo pero ahora tenemos que mantener su memoria, hacerle justicia -solo eso- y estudiar su obra valorándola sin exageración en lo que por razones literarias le corresponda. Recobra aquí eco la opinión de Guillermo Carnero, tan esencial en la historia de Cántico y ahora de vigencia innegable, de que, en el caso de Pablo, «su maestría en el manejo del verso y de la palabra lo ponen a la altura de los más grandes poetas españoles del siglo XX».

TRAYECTORIA LÍRICA

Desde su primer libro Rumor oculto, de 1946, con el que quiso Pablo amanecer a la poesía, hasta su último publicado en 2006, Los campos Elíseos, hay un recorrido lírico que han ido jalonando otros poemarios hasta completar la decena que son los publicados por el poeta cordobés. No es una obra amplia -de 1946 hasta hoy han pasado más de setenta años-, pero sí suficiente e intensa, entre otras razones porque el poeta no escribía azuzado por un agobiante deseo de publicar, sino por una íntima convicción de crear belleza con el sentimiento y la palabra apropiada, y ello cuando se ofreciera la oportunidad vital, pues no puede olvidarse lo que solía decir, que él nunca había buscado ser escritor.

Ha de percatarse el lector de que Rumor oculto, el libro iniciático de García Baena, debe verse pues en esa línea que es iniciación, descubrimiento, eco de ciertos imprescindibles poetas de la tradición hispana (Garcilaso, san Juan de la Cruz, Góngora), pero a la vez explosión de vivencias, adolescentes, pasionales y lúbricas, que desde ahora en adelante signarán su poesía: «Bajo mi boca seca que la tuya aprisiona/siento los dientes fuertes de tu fiel calavera/Hay un rumor de alas por el jardín. Ya lejos,/canta el cuco y otoño oscurece la tarde». Más pasión aún («surge una poesía sensual de temática sensualista», según escribe Luis Antonio de Villena, en Pablo García Baena. Poesía completa 1940-1980, se desliza como lava incandescente en Mientras cantan los pájaros (1948), alternando en su voz la presencia de mujeres que en algún caso están inspiradas en escenas bíblicas (yo apunto aquí la influencia del ambiente de la Semana Santa que Pablo vivió en Puente Genil con Ricardo Molina), y esto unido a la fuerza lírica del campo y de los pájaros con su simbolismo tan diverso («Ámame, Primavera, en esta tarde/en que el sol es un pájaro cautivo/que revuela en la jaula azul del cielo»), que igualmente serán elementos casi invariables en la lírica del poeta. Y en 1950, su tercer libro, Antiguo muchacho, para L. Antonio de Villena «la primera cima de su estilo y un libro hermoso, coherente, y, sin exagerar, entre los mejores de su generación», con un asunto central: «la evocación nostálgica de la infancia y de la pubertad»; con un universo de catorce poemas (el segundo, «Antiguo muchacho») en donde se reviven imborrables recuerdos, calles, lugares, huertas, espacios que alojaron su presencia y su emoción contenidas ahora por muchos verbos en tiempo pasado y vocablos que retratan con un realismo vívido la vida cordobesa en la justa mitad del siglo XX: «Aquí tu dicha tuvo su oriente y aún las palmas/parecen respirar aquella dicha,/aquella brisa que adormece y canta con un dulce zureo de palomas/y acaricia en su seda ligera al misterioso caminante». La libidinosa pasión reverdece en algunas páginas («Una mano enjoyada de anillos y serpientes/hunde sus uñas sabias de placer en los durmientes núbiles») para conformar un poemario del que también Luis Antonio de Villena denunció ya «que la crítica y los poetas del momento [...] dejaron pasar sin pena ni gloria, porque creían ver un libro demodé, arcaizante, brutalmente esteticista para los -a menudo- ramplones gustos de la hora». Llega en 1957 Junio, con su lenguaje de brillante riqueza expresiva, con su aire pagano y su rebosante sensualismo («buscaré tus pisadas sobre la arena tibia/donde tu cuerpo expiraba bajo el mío/como un tallo verde en el suspenso mediodía»), constituyéndose en el libro -en opinión de José Infante en su obra de selección y estudio Pablo García Baena. Antología, 1943-2016- «de mayor belleza y de mayor optimismo y plenitud del poeta». En este contexto, no extraña que García Baena, en un número especial de Cántico de 1955 dedicado a Cernuda, y cuyo facsímil editó la Diputación de Córdoba en 2002, pensara en voz alta que «Cuando Santa Teresa escribió que el demonio tiene más poder en Andalucía que en ninguna otra parte del mundo, estaría oliendo unos claveles».

Y solo un año después se le edita un título de signo contrario, Óleo, marcado ahora por una reacción penitencial, por el nítido fervor de la devoción, por el sentimiento de culpa, aunque queda todavía algún repunte erótico como el que se advierte en el famoso poema «Palacio del cinematógrafo»: «Impares. Fila 13. Butaca 3. Te espero como siempre./Tú sabes que estoy aquí. Te espero»; y casi al final: «conviérteme en monedas de oro para pagar tus besos,/en el vino de oro que quema entre tus labios,/en los guantes de oro con los cuales tonsuras/el capuz abacial de rojos tulipanes». Este fue el poemario que dejó en silencio al poeta durante trece años, pues no sería hasta 1971, con un libro de doce sonetos de factura clásica titulado Almoneda, cuando de nuevo se recupera su voz, que ya continúa casi lenta pero imparable con sus sucesivos Antes que el tiempo acabe (1978), con ese tan elegíaco poema «Cándido», Gozos para la Navidad de Vicente Núñez (1984) y luego en 1990 Fieles guirnaldas fugitivas, del que en la muy reciente edición de Balbina Prior La tradición trascendida. ‘Cántico’ y su época -presentado en Córdoba ante Pablo García Baena el pasado 14 de diciembre- afirma Luis Antonio de Villena que es «uno de los mejores libros de nuestro poeta, de un depurado esteticismo muy bello».

EL ÚLTIMO LIBRO

El posterior y último libro es Los campos Elíseos (Valencia, Pre-Textos, 2006), que José Infante ha calificado como «auténtico compendio de sabiduría poética y vital y contiene algunas de las claves de la poesía paulina». Treinta y ocho poemas en ese personal estilo entre descriptivo y lírico son los que acendran este libro con nuevos textos tristes, elegíacos, apasionados o íntimamente religiosos, por entre los cuales se derrama tan cuidado léxico y tan noble sentido del arte, con títulos tan imprescindibles como «Restorán», «Museo», «Eva» o «Edad». Don Pablo nos ha dejado dándonos libros y poemas comparables con los de la mejor literatura española. Por eso ahora le toca a la investigación y a la crítica literaria tomar el relevo para constatar su constante valía, para muchos más que demostrada, y sopesar meticulosamente sus avances y sus límites.

Entre tanto, hagamos los lectores que se cumpla aquel su deseo primero del poema «Rumor oculto»: «que mi canto sea nada/para que lo sea todo/y que a mis versos caigan/heridas las estrellas». Las estrellas entre las cuales ya ha adquirido su mismo fulgor eterno. Pablo, que tantos poemas escribió donde el estrellado cielo, la naturaleza, el mundo clásico, el arte, el amor y la sensualidad son al fin y a la postre cuadros que conmueven e iluminan al lector, es igualmente el hombre que se ve atenazado por ese mismo tiempo, al que apela y con el que sabe que ha de convivir comprendiendo su inexorable transcurrir vital. Porque el tiempo es una de sus preocupaciones y a su entidad recurrió asiduamente, como en este poema que, editado por Miguel Losada en el libro Leve es la parte de la vida que como dioses rescatan los poetas (2013), exclama: «Fugacidad angustiosa del tiempo estremeciendo/estatua, hoja, surtidor, relumbre/de aves por las copas de la tarde,/ melodía ya eco,/aunque allí pareciera/detenerse el fluir, intemporal, eterno».