Rubén Darío no era el poeta nicaragüense. Rubén Darío Ávalos Flores falleció hace unos días en Sevilla con doce años. Lo escuchaba en las mañanas de los fines de semana en Onda Cero, acompañaba a Isabel Gemio. La dulzura de su voz nunca me acercó a su rostro, pero sí a su pensamiento. Hablaba de libros, de autores, de las obras que leía, de los autores que le dejaban sus libros en la sede de la emisora sevillana, de sus cuentos, de sus dolores, de sus noches malas, de la semana que había pasado sufriendo y aquejado de una enfermedad llamada histiocitosis, una disfunción del sistema inmunológico que provoca un aumento anormal de determinadas células (histiocitos) que pueden formar tumores y afectar a diversas partes del cuerpo.

Aprendí del joven y de su pasión. La semana que no acudía a la radio con la Gemio me sentía vacío. Él hablaba de Sherlock Holmes, de Robin Hood, de Moby Dick, de Don Quijote de La Mancha, de La vuelta al mundo en 80 días, de La isla del tesoro, de Los tres mosqueteros, de Ben-Hur, de Los miserables, de El señor de los anillos, de Rebelión en la granja, de Cien años de soledad, de Lazarillo de Tormes,..., hablaba de los miles de libros que había leído. Pero también hablaba de los cuentos que escribía, que había escrito y que vendía para ayudar a su tratamiento.

Rubén Darío se nos fue. Nos dejó y se marchó a alegrar la vida a otros. A seres que no observamos, pero sí nos contemplan. Nos miran diariamente, determinan la causa por la cual hemos dejado marchar a un niño con super poderes. Y el único poder era el amor por la literatura, por la cultura, por los libros. Hasta siempre Rubén Darío.