Antes resultaba un acontecimiento, ahora una disputa. En el pasado reinaba la ilusión, en el presente pervive la discordia. Que otorguen un premio literario a un autor ya no supone ningún reconocimiento, ni siquiera esa flor natural que tanto adornaba las vitrinas de la estantería. Los premios se amañan. Los jurados, que nunca serán sabios, son bipolares. Cara a la galería defienden lo indefendible, en casa otorgan privilegios para obtener recompensas futuras.

No se sorprendan si hoy obtiene un galardón X, que tiene la ventaja de acudir el próximo año como miembro del jurado, y en la próxima edición el vencedor es el amigo de X. Hoy por ti y mañana por mí. Los jurados también suelen constituirse por algo denominado como afinidad. Lo afín es ruin, lo miserable nunca será comprensible. Los certámenes se controlan. Hay individuos que poseen relaciones indeterminadas de premios: cuantía, edición, plazo de entrega, copias, plica... ¿Conocen a alguno? Seguro que sí. A todos nos vienen a la cabeza nombres y apellidos, amistades, llamadas de teléfono, email muy sinceros y muy devastadores. En el fondo esto es como lo del negro de Cela (que se llamaba Llompart y era de Mallorca), lo conocía Lara, hasta hablaba con él para indicarle la argumentación que más salida podía tener en el mercado. Salvo honrosas excepciones, la historia de nuestra literatura reciente es una farsa. Unos aspiran a engrosar su cuenta corriente (la crisis hace estragos), otros a incluir líneas y líneas de galardones en su biografía. Los menos, aquellos que buscan una edición con honor y sinceridad. A estos últimos, suerte, lo tenéis difícil. Hoy me han regalado un ejemplar de Desmontando a Cela . Un libro escrito por Tomás García Yebra. El interés radica en la curiosidad, simplemente. Lo siniestro es más sencillo y menos rebuscado. Es siniestro.