Leo Perutz, praguense, es escritor admirado por Borges y, conociendo la parquedad de juicio del argentino, su opinión es importante. Este judío sefardita también fue muy estimado por Calvino y Greene, palabras mayores. En una encomiable tarea de recuperación, la editorial Libros del Asteroide ha publicado El maestro del juicio final.

La perfección de una obra, según los clásicos, es la debida proporción de sus partes, pero desde el XIX, incluso antes, también es la desmesura y el exceso, entre ambos extremos nos movemos en esta novela.

No es baladí que Adorno califique esta novela como «intriga genial» y es de agradecer que la editorial nos la ofrezca para gozo de los lectores. Lo mejor que puedo decir es que he disfrutado tanto como con «De noche, bajo el puente de piedra» y que me parece necesario seguir en esta tarea de recuperación de un autor que tuvo una extraordinaria popularidad en los años veinte y treinta y que fue admirado por los grandes de la época por su calidad extraordinaria.

Si tuviera que destacar un rasgo esencial del texto no dudaría: la creación de un clima fascinante de misterio y tragedia, merced a una extraordinaria distribución de la materia narrativa, gracias a la perfección de los bloques de la estructura: acción y tiempo.

Leo una novela apasionada, romántica en su esencia y perversa en su contenido. Estamos en Viena en 1909, un momento de especial brillantez en la historia de la capital del imperio. Todas las artes bullen, todos los principios se ponen en cuestión. Las sólidas bases de una sociedad se tambalean y en cinco años todo un mundo desaparecerá.

Este ambiente morboso, que se correspondía con una realidad, es el horizonte implícito. En un ambiente de refinamiento, de culto a las artes, se inicia la historia con la muerte del gran actor Eugen Bischoff. Un grupo de amigos se ha reunido en su casa para hacer un concierto doméstico. El actor está nervioso y preocupado por su próximo papel. Hay tensión en el ambiente. Bischoff sale de la habitación y se escuchan dos disparos. Lo encuentran muerto, un suicidio.

Pero no está tan claro porque hay una serie de circunstancias que apuntan a la culpabilidad del oficial del ejército, barón Von Yosch, otrora amante de la mujer del actor, Dina, de la que sigue enamorado. Ante las sospechas, el barón se dedica a investigar esta muerte y otras que han sucedido en un tiempo relativamente corto. Todas tienen como denominador común el aparente suicidio y que todos los difuntos son artistas.

Dos vectores funcionan en paralelo: las pesquisas y una reflexión sobre el arte, sobre la «locura» del arte, sobre ese desequilibrio consustancial con la creación, con ese demonio platónico que posee al creador que siempre busca ir más lejos, que siempre se mueve en los límites, en las fronteras de lo sublime y de lo horroroso, que llega a ser lo mismo.

Desde el principio de la investigación se plantea que el culpable es un ser monstruoso, de obesidad mórbida que ejerce una terrible influencia, que llega a matar. Me refería al clima y a los ambientes. Perutz es un maestro a la hora de llevarnos por las calles y por los edificios. Un ejemplo de alto valor simbólico es esa casa destartalada, gris, deprimente, en la que se supone vive el causante de todos los males y en la que reside el usurero rodeado de obras de arte. Esta paradoja es importante y metáfora de la realidad social de la época.

El barón va quemando etapas, salta obstáculos, lucha con las sospechas del ingeniero, que también morirá, y del doctor, se mueve por la ciudad y sufre por su amor contrariado. Hay dos pistas que seguir: la lengua italiana que parece que es la usada por el asesino y la referencia al juicio final, a las postrimerías que aparece en boca de las víctimas.

Es como correr al lado de un precipicio, como saltar al vacío. Esta es la maravilla del universo representado. Se trata de un texto iniciático que tiene como soporte físico un libro y una historia de siglos pasados en la que un pintor italiano, Giovansimone, es el maestro del juicio final. Una muerte con un puñal toledano desencadena un experimento; por medio de una pócima de yerbas, el artista descubre un mundo absurdo donde los grabados y las pinturas que representan el juicio, pensemos en Bosco, se le ofrecen con tanta nitidez, con tanta verdad que el horror se hace dueño de su ánimo y lo quiebra. Ha entrado en el territorio de lo prohibido, en el país vedado a la mayoría de los mortales. Giovansimone se queda en un monasterio pintando una y otra vez esas escenas que lo llevaron a la locura.

El asesino es muy grueso, muy pesado pero es una cosa, un objeto, ese, donde se guardan los más terribles secretos, lo que buscan los artistas.