En mi reciente libro ‘La sociedad secreta de los poetas. Estéticas diferenciales de la poesía española contemporánea’ (2017) demostré la diferencialidad estética no sólo de García Baena, sino de todos y cada uno de los miembros del Grupo Cántico, además de otros poetas contemporáneos. Y me refiero a Ricardo Molina, el gran teórico, el estudioso, el ideólogo, el intelectual y maestro de poetas, pero también a Juan Bernier, un poeta profundo, verdadero, auténtico y de una personalidad arrolladora. También es necesario hablar de la genialidad y de la sencillez franciscana de Mario López, un poeta de una campechana complejidad que arrebataba a los lectores con su mirada expandida en la naturaleza de los campos de la campiña cordobesa. Luego estaba el poeta aristocrático, el vendedor de ideas geniales y lujosas, que amaba desesperadamente mientras se deslizaba por la Gran Vía de Madrid abrazado a un amigo en una motocicleta. Hablo de Julio Aumente, el poeta anticuario más fino que he conocido. Pero también estaban, junto a Pablo, el genio de la poesía, aquel al que tuve el honor de editarle dos libros: uno titulado ‘Himnos y texto’, de una calidad extraordinaria, y años más tarde ‘El fulgor de los días’. Vicente Núñez era un poeta que embrujaba con su copa de fino agarrada sobre una mano repleta de anillos y un verbo genuino y admirable. Pero había otro poeta sencillo, humilde, de un corazón tierno, siempre a la sombra y al servicio de Cántico. Ese era y es, porque vive aún, Pepe de Miguel. Esos, junto a los artistas plásticos Miguel del Moral y Ginés Liébana (también vivo y joven a sus 96 años), forman parte de un movimiento en defensa de la lengua, de la cultura, de la estética genuina y original del siglo XX.