Casi nunca las propuestas poéticas de este autor invitan a la indiferencia. Y esta ocasión no iba a ser menos. Que el lector se vea sorprendido por la aparente inconexión del juego -no tan metafórico- en torno a un elemento físico, concreto, no es motivo para que no se sienta atraído desde el primer momento hacia el filo cortante de esa navaja. El lenguaje destaca por su papel primordial, por esa conexión fluida hacia quién está al otro lado, pero solo es lo que vemos, lo que se nos muestra de un pensamiento que está detrás, que trata de diferenciarse de otros para converger quizás en un mismo punto -la emoción- pero con otros caminos de llegada. Por tanto, no estamos ante un recurso más. Su disposición y posición marca una intención concreta, nos sitúa frente a un autor que le gusta desenvolverse en este terreno de relación entre los términos (sus anteriores libros así lo atestiguan), generalmente dos, entre los que se produce una relación de fuerzas, de desequilibrio primero y luego de equilibrio a través del itinerario por los poemas, y en ese juego el lenguaje es el rostro visible de ese pensamiento, de lo que subyace, desde ese cuidado especial que se pone en él.

Partimos del filo de la navaja, de la posibilidad del corte, de esa pequeña ruptura que se produce, y adónde conduce y de esa relación de dicha navaja (sustantivo) con el verbo caber. Cortes cuya acción ya indica un acontecimiento que rompe lo plano de una secuencia. Desde el mismo término se nos dan unas pistas, se provocan unos indicios que nos hacen salir de nuestro lugar de confort: la navaja se hunde en algún punto, está en movimiento, marca una posible huella. Ruptura que define un antes y un después. Cada uno de esos y variados cortes van componiendo este mapa sensorial, «hay emociones que viven más que nosotros, que se quedan después» y si el corte no hace sangrar, no cortocircuita, algo no funciona con la música que debiera. Cortes que no tienen que ser profundos, su levedad puede bastar.

Términos que determinan esa repetición, esa insistencia en un elemento concreto como eje sobre el que hacer girar lo emocional, el recuerdo, el antes, el durante. La acción viene marcada y determinada en base a esos círculos concéntricos de los que el sujeto poético no solo no huye, sino que se apoya en ellos y en esa onda expansiva que genera.

Esa estructura que se va articulando desde el primer instante, que crece, se desarrolla y se expande, esa forma tan distinta de contar el tiempo, las acciones, nos van dejando una secuencia de poemas que buscan la emoción del lector desde estas otras claves, y sobre todo indagando, jugando con el lenguaje desde su lado poético y travieso, inquieto, en una suerte de riesgo que cuando suele dar en el clavo, marca: «Ahora, cuando vuelvo, días después, lo leo./Firmar la vida./Firmarla. Acomodar las cosas, los recuerdos, las emociones para que quepan en algún sitio, en su lugar correspondiente, midiendo las distancias: Buscar qué cabe en todos sitios, por qué/lo cercano se hace lejano, y no cabe pues,/y una vez lejano, sí cabe en el olvido.

Hay varias formas de acercarse a este libro, cualquiera puede ser válida, incluso sin haber leído esta aproximación. Cada corte es una posibilidad, un punto de partida (cortar duele en los límites que marca el dolor y la vida), y el sujeto se aferra a ese instante como quien se aferra a la vida en un verso (Pero existimos bien...) que anestesia para siempre, antes que ese corte nos hiera en su levedad.