Con el paso de los años he modificado mis hábitos culturales. Siempre llamé a la lectura el alimento, aquello que engrandece la conciencia y aporta lo que el ser humano precisa para actuar como mejor persona. Antes leía más, casi todo lo que caía en mis manos sentía la obligación de juzgarlo. Ahora selecciono y acudo a las mismas fuentes, aquellas que se acercan al centro indudable, las que son el verdadero alimento.

Lo que se escribe en la actualidad debe ser conocido, la curiosidad y el interés nos invitan a ello. Pero acabo el día con un clásico entre las manos. Reconozco que Juan Ramón Jiménez, Luis Rosales, Claudio Rodríguez o Nicanor Parra disponen en mi biblioteca de la categoría de clásicos. Están junto a Platón, Séneca, Cicerón, Dante, Quevedo, Rilke, Hölderlin, Novalis, Leopardi, Pound, Eliot, y tantos y tantos otros que una persona debería tener más de una vida para leerlos a todos en profundidad.

Pero la lectura no solo es alimento, la mera contemplación de la naturaleza puede enseñarnos infinitos matices. Nunca observamos el mismo color verde en dos plantas de un jardín, el vuelo de los pájaros, las formas de las nubes. La indeterminación de la naturaleza descrita por Platón, la dualidad, el azar y el caos, la belleza, todo ello provoca una armonía que alimenta, una armonía ilimitada y a su vez perfecta.

Lo dejó escrito Novalis: "Buscamos por todas partes lo infinito / y no encontramos sino cosas". Que el ser humano madure en armonía es fruto de la naturaleza y del cuerpo de lecturas. Pero los libros hay que elegirlos con inteligencia, con la sabiduría de la propia elección. La meta de un escritor es acercarse al centro indudable y absorber de él ese alimento necesario. Plasmar en tu propia obra a los autores clásicos es la culminación. Un camino en armonía.