Conocí a José Ignacio Montoto en la Facultad de Relaciones Laborales de la Universidad de Córdoba, cuando todavía deambulaba por ella como alumno, de lo que no hace tanto, en uno de los ciclos de poesía que, con elogiable esfuerzo, organizaba el catedrático de Derecho y escritor Fran Alemán, al que me une, desde entonces, el más hondo de los afectos. Nacho era un chico silencioso y discreto pero ávido de aprender; y aprendió ciertamente, lo que dan cumplida prueba sus libros, sus reconocimientos y su gestión incesante en favor de la literatura. Paulatinamente, sin conculcar nada ni a nadie, fue adentrándose en el territorio propicio donde su palabra sonara personal y verdadera. «No pienso escribir epitafios», nos aconsejaba en vida, y no lo haré aunque la desconsolada lucidez de su repentina pérdida me advierta de la ceguera de las parcas, de que la ruleta de la vida se está volviendo loca.