‘El don de la fiebre’. Autor: Mario Cuenca Sandoval. Editorial: Seix Barral. Barcelona, 2018.

Señor, concédeme el don de la música. Muéstrame cómo leer cada uno de los sonidos del mundo». Con tal arranque a modo de pacto mefistofélico o inauguración de saga se abre la narración de la última obra de Mario Cuenca Sandoval, en la que ha renunciado, en apariencia, a una de sus señas de identidad como narrador: la dificultad formal y de contenido ante el lector, pero a cambio nos ofrece, probablemente, su mejor novela. Después de tres entregas en siete años, Boxeo sobre hielo (Berenice, Córdoba, 2007), El ladrón de morfina (451 editores, 2010) y Los hemisferios (Seix Barral, 2014), tocaba cerrar la década con una nueva sorpresa narrativa y lo ha logrado, El don de la fiebre (Seix Barral). Messiaen es un poliedro de verdad y ficción. La labor de Mario Cuenca consiste en actuar como guía por los vericuetos de la biografía, pero con la perspectiva de la ficción en el momento que se necesita. Su verdadero tour de forcé consiste en el equilibrio de ambas sin que el lector caiga en la cuenta de que transita la realidad o la invención. El propio protagonista elaboró su propia novela asentado en la constancia, con artificios biográficos cada vez más ensanchados, como el caso de los asistentes al estreno en un campo de prisioneros en Görlitz de su obra Cuarteto para el fin de los tiempos. Tal vez esa circunstancia hubiese dado per se para un relato extenso. Sin embargo, Mario Cuenca ha registrado casi al milímetro lo conocido sobre el Mozart francés, ha rastreado biografías, vídeos, entrevistas y apurado al propio biógrafo más conocido de Messiaen.

Con todo el material podría haberse adentrado sin menosprecio en una nueva (re)visión personal del músico, pero lo ha llevado a su terreno y tal ejercicio de investigación ha servido en sentido chejoviano para garantizar que lo escrito es verosímil y, además, honesto. Eso sí, sin perder de vista el pacto narrativo y permitir que se navegue en la ficción cuando se requiere.

Mario Cuenca nos ha demostrado con solvencia ser autor de largo recorrido, pese al atrevimiento demostrado en sus tres obras anteriores, un riesgo formal que se agradece, aunque nos esfuerce en cada obra con puertos de primera en la lectura. Su escritura se ha asentado en la tensión y el esfuerzo y, sin embargo, la sorpresa de esta última radica en la generosidad, que no la relajación, hacia un lector menos aguerrido. Podemos transitar entre líneas con más comodidad sin perder intensidad. Así como en los trabajos anteriores renunciaba al enganche, en esta se produce, incluso, siendo conocedores de los hechos narrados. El mérito narrativo de Cuenca en símil musical, que también domina, reside en su doble posición de compositor y director, ambos aunados y sin disolución. Esta novela está cargada de tempos adecuados que avanzan con ligereza o se detienen pausados según marca con acierto una disolución creativa de la mano del autor, que templa o aviva. Música con palabras. El estado febril se caracteriza por una ruptura ante la razón y un estado donde los referentes de tiempo y espacio se confunden, una atmósfera casi surrealista y freudiana en la que la evocación no es lineal, abono propicio y justificado para abandonar la linealidad.

VIVENCIA FRAGMENTARIA

Messiaen se nos muestra entregado a esa circunstancia y su evocación, su vivencia es fragmentaria, característica tan querida de la Posmodernidad creativa. La sinestesia del autor que apreciaba la música como colores, la afición ornitológica que conllevaba intentar trasladar el canto anárquico de los pájaros a la gramática musical, su poco honroso pasado militar, las claroscuras relaciones familiares se ofrecen al lector desde ese perfil nebuloso de la fiebre, que no es otro que la maquinaria narrativa del escritor. Siempre me ha parecido Mario Cuenca un autor con vocación allende nuestras fronteras. Su escritura va más allá de la localización y es capaz de llevarnos convencidos a un volcán islandés o una calle de París. Es más, su escritura tiene algo europeo en el mejor sentido de la palabra, algo transfronterizo y se agradece en tiempos de ombliguismo.

Nos queda, tras la lectura, un doblez. Por una parte, el conocimiento de ese personaje tan singular que fue Olivier Messiaen y, por otra, la perspectiva, acierto y oficio narrativo de Cuenca Sandoval, una vez más. Probablemente uno de los mejores narradores actuales, con el don de la narración concedido.