‘La salamandra púrpura’. Autor: Luis Enrique Sánchez. Editorial: Utopía. Córdoba, 2017.

La salamandra púrpura es una imprescindible novela de estructura circular que se inicia con el capítulo Coca, primavera de 1473, que ya en sus dos primeros párrafos pone ante el lector a los que van a ser protagonistas del argumento, el cronista Alfonso de Palencia y al arzobispo Alonso de Fonseca, del que enseguida descubrimos -por las ingeniosas metáforas vertidas en el texto- que su personalidad ha merecido el calificativo de «la salamandra púrpura». Por lo demás, ya desde estos comienzos se advierte asimismo la fuerza, agilidad, fluidez y detallismo descriptivo de los que está dotada la prosa de Luis Enrique Sánchez, que una vez más ofrece una novela (la tercera ya) de méritos admirables y de un realismo histórico veraz, vivaz y elocuente. Y son esa vivacidad y claridad que reporta la narración, en las que cada vez se envuelve más al lector en tanto este admira más convencido la belleza y contundencia de la prosa, las que se repiten en el capítulo segundo centrado en la época del príncipe y futuro rey Enrique IV (1448) y en los personajes entonces más influyentes, entre ellos Fonseca y el marqués de Villena, Juan Pacheco. Es así como el relato avanza con un magistral acierto tanto en los párrafos narrativos como en los dialogados, que poco a poco van dejando el rastro de las preocupaciones, sanas y perversas intenciones, maniobras políticas, corruptelas y vilezas de la nobleza tan entreverada en las convulsas luchas políticas de aquella Castilla de mitad del siglo XV. La tensión, el difícil equilibrio entre la lealtad y la traición o el impacto de la sorpresa se hacen evidentes al final de este segundo capítulo para luego encauzar un argumento que va cobrando interés de modo precipitado.

El novelón que en todos los sentidos -pues utilizo con intencionalidad el aumentativo- nos presenta Luis Enrique Sánchez tiene la particularidad de que atrapa y absorbe al lector, que cuando está iniciando el capítulo tercero ya piensa en avanzar sin detención hasta el epílogo para llegar a comprender y vivir en su imaginación tanto hecho histórico interesante y desgarrador de la Castilla cuatrocentista que iba a agotar el siglo con tan trascendentales acontecimientos. Y es por ello que este capítulo se adentra en el complicado ambiente conspiratorio que propició la caída política y paralela ejecución del poderoso condestable don Álvaro de Luna, todo lo cual permite que en su transcurso hallemos comentarios referentes a los validos (véase la pág. 59) o al malestar social que incentivaron el poder de la ambición y de las intrigas.

De este modo, estupendamente bien contextualizados los acontecimientos del reinado de Juan II de Castilla, y puesto en la balanza el peso de quienes presentaban a su hijo Enrique como futuro heredero, se puede acceder a los dos siguientes capítulos que ya van configurando una novela que muestra cada vez más a las claras el encono entre Alfonso de Palencia y el arzobispo Fonseca, al que se dibuja (pág. 236) «llevando ahora todo el peso burocrático de la Corona» y en quien en todo momento se trasluce un subrepticio enfrentamiento personal con el honorable marqués de Villena. Fonseca muestra continuamente su poder espiritual paralelo al militar, cuya fortaleza exhibe en el sitio y ataque a la ciudad de Santiago, ya que «Después de Jerusalén y Roma, Compostela es el lugar santo al que mira todo cristiano». Los cambios de la Historia y del argumento acompasan al final el abandono, persecución y penalidades del arzobispo Fonseca, del que a principios de capítulo X se dirá (pág. 279): «Fonseca llevaba ya un tiempo pisando tierras de Béjar, señorío del conde de Plasencia y al que quería ahora asirse desesperadamente como náufrago a una boya flotante en medio de la tempestad». El cuadro que se ofrece, históricamente conocido, de la época del rey Enrique IV es el de que «Enrique pasará a la historia como el gran consentido», pues con su carácter inestable y ocioso lo dejaba todo en manos de sus validos, entre ellos el marqués de Villena, el arzobispo Carrillo, un tiempo el arzobispo Fonseca y también Beltrán de la Cueva, el padre de la bastarda Juana.

El arzobispo Fonseca, que siempre afrontaba «el riesgo y el abismo ante cualquier tránsito, y se consideraba curtido en ese funambulismo de la vida», recupera el protagonismo en el último tercio del argumento. Concretamente en el capítulo XI asoman nuevas incertidumbres político-sociales en cuanto que se abre una lucha entre Enrique IV y su hermanastro Alfonso, al que algunos han proclamado nuevo rey: «Se han levantado las espadas y hará falta un milagro para que vuelvan a envainarse sin mancharse antes de sangre». En ese contexto revuelto e intrigante de hacia 1466, Fonseca estará una vez más enredado en el torbellino político en cuyo revuelo empieza a sonar en lontananza el nombre de otra hermana de Enrique IV, la princesa Isabel. Para ella se diseñaría con los años el matrimonio con Fernando de Aragón, cuyo finalidad «no era otra que la de dotar a la Corona de Castilla, si un día reinase doña Isabel, de un hombre fuerte que supliera a la reina en las tareas de gobierno» (p. 364). Es esta una cita que, además, sirve al narrador para tratar brevemente la cuestión misógina que niega la igualdad entre hombres y mujeres, para a partir de aquí irse centrando en el asunto crucial de los futuros capítulos: la cuestión sucesoria del rey Enrique IV, litigio que aún tendría como consecuencia inevitables enfrentamientos.

Sin abandonar la ambientación política, su capítulo XV tiene de uno u otro modo como fondo la ciudad de Córdoba, con poblaciones cercanas como Posadas o Almodóvar, debido a que en ella se van a celebrar las nupcias entre Enrique IV y Juana de Portugal, entrando aquel «en medio del más absoluto anonimato por la puerta de Sevilla» (pág. 133) y ella por «la puerta de Almodóvar, muy cerca ya de la catedral y el alcázar» (ibídem). Pero esto sin olvidar lo que se afirma en la página 136 sobre la Plaza de la Corredera. En Córdoba, efectivamente, se celebró la boda, y poco después en otra localidad próxima a Córdoba, Peñaflor, asistimos a un nuevo episodio que conjunta a quienes por el momento pesan más en la relación con el rey: Fonseca, Pacheco y la dama portuguesa del séquito de la reina Guiomar de Castro. Por estas páginas, entonces, se decanta la sabiduría de un novelista que enreda la trama con sucesos diversos, de tono político y sentimental, que pone en boca de los personajes parlamentos habilidosos, vivaces y de la más culta expresividad.

Llegados a esta encrucijada, el último capítulo y el epílogo enlazan circularmente con el primero, y si en este ya más lejano se adelantaba, aludiendo a Fonseca, «los buenos oficios que has desempeñado en el casamiento de doña Isabel con el de Aragón», ahora en el epílogo se vuelve a aquellos acontecimientos dado que toda la novela es la trayectoria narrativa para llegar a ellos. Y tras enlazar aquellas palabras con estas otras, «la llegada de tu don Fernando», el relato se centra en los angustiosos momentos que precedieron a la muerte del protagonista Alonso de Fonseca, de quien el narrador acaba diciendo, evocando el sentimiento vital de Jorge Manrique, que «tantos afanes de poder y riqueza, tantas luchas e intrigas, para caer vencido por una mera infección de garganta» (pág. 463).