En agosto de 2013 Ewan Morrison publicaba un artículo en el que el autor vislumbraba el universo digital desde la atalaya del año 2043, al que se había trasladado como antes hiciera su precursor ilustrado Luis Sebastien Mercier. Desde la misma, observaba una serie de fenómenos que sirven para caracterizar, desde un punto de vista paródico, algunas de las características de la lectura digital y sus derivaciones sociológicas, empresariales y culturales. Autores, editores, bibliotecas y lectores habían cambiado en sus definiciones canónicas y en sus prácticas de creación, producción y consumo. Los autores habían devenido en franquicias, en las que sus obras eran utilizadas para configurar un universo híbrido en el que cualquier tipo de remezcla, combinación o secuela estaba propiciada por un sistema de versiones múltiples. Los sistemas de creación algorítmica propiciados por programas altamente desarrollados permitían, por otra parte, el desarrollo de títulos de cualquier naturaleza y estilo, según el gusto de los lectores. La concentración editorial había alcanzado su máxima expresión, de tal manera que muy pocas empresas dominaban el mercado de contenidos digitales, y todas las propuestas culturales habían sufrido una vampirización por parte de un sistema canibalizado por las empresas de alta tecnología.

Lo interesante de este ejercicio prospectivo no es tanto el dibujo un tanto apocalíptico e infundado, que es habitual en los momentos de disrupciones tecnológicas, terreno abonado para Casandras y agoreros, sino el panorama de un sistema en el que se van desdibujando conceptos y fenómenos que estaban ampliamente asentados en el modelo analógico, la articulación de un nuevo sistema en el que la transición, el cambio y la renovación permanente se erigen en paradigmas de las prácticas de creación y consumo digital.

La revolución digital representa una modificación de todos los elementos que, parcialmente, habían sufrido algún tipo de transformación en momentos históricos precedentes: de los soportes de la escritura, de la técnica de reproducción y diseminación, y de las maneras de leer. Tal sincronía resulta inédita en la historia de la humanidad. Aunque el cambio más significativo es el de la aparición de las mediaciones, o de las intermediaciones tecnológicas. Junto al muro del código aparece ahora el del cristal necesario para acceder al código, y el de todo el resto de los códigos contextuales que es preciso interpretar para poder acceder correctamente al mensaje. Un mensaje que se complejiza por la intervención de elementos dinámicos, de hipervínculos, de puertas de entrada y salida al contenido que lo van refrescando, transformando y modificando, dotándolo de una significación única para cada lector.

La singularidad de la interpretación ya era una constante en el contexto analógico, pero en el digital se normaliza por las posibilidades de carácter tecnológico que este le otorga. Si en el libro convencional era el contexto, el bagaje cultural el que determinaba en gran medida los matices interpretativos, en el digital a esta condición se le adhieren los sistemas de tránsito a través del espejo de la máquina y de sus posibilidades. Nunca como hasta ahora el medio es el mensaje, pues este deja de ser una corriente continua y controlada para convertirse en un piélago de afluentes.

La comunicación digital tiene un carácter holístico, implica a todos los sentidos. El proceso se rompe con la aparición del documento, el emisor se separa del receptor para facilitar la comunicación en la distancia y en el tiempo. Con los documentos manuscritos se conservaba, en cierto modo, la impronta del autor, en la medida en que seguían manteniendo un carácter distintivo, cada uno obedecía a las características y circunstancias del momento.Cada copia, aunque fuera de manera indeleble, era distinta de todo el resto, aunque hubiera salido de una misma mano. Con la imprenta el proceso se serializa y la despersonalización adquiere su máxima intensidad, los únicos signos distintivos obedecen al diseño y a las marcas editoriales.El discurso, su estructura, sus tipologías las fija el editor. Durante 500 años hemos asistido a un distanciamiento de autor--lector, a una separación de emisor--receptor--documento, y a una serialización de los contenidos, marcados por las decisiones del editor que fijaba la forma del discurso.

Con las nuevas tecnologías los elementos del proceso comunicativo se reagrupan incorporándose de nuevo a este desde un punto de vista total (imagen--sonido--texto--interactividad) o parcial (sonido o imagen), y además se incorporan todos los elementos de personalización que habían desaparecido con la imprenta, rompiéndose de esta manera el orden de los discursos, el de la razones y el de las propiedades que habían singularizado la época impresa.

En todo este proceso subyacen los procesos de visibilidad, extimidad y sociabilidad que caracterizan a las nuevas prácticas de lectura, que rompen igualmente con el carácter hermético y ensimismado que había adquirido esta, excepto para círculos reducidos de lectores. Por su parte visibilidad y accesibilidad están estrechamente relacionadas con el concepto de apertura, que ya hubiera pergeñado Umberto Eco, en un ensayo premonitorio articulando prácticas lectoras completamente diferenciadas. Frente al concepto de lectura cerrada, acabada, concluida en los límites que circunscribe la fisicidad de un libro impreso, surgen nuevas nociones de lectura que dan fe de prácticas vinculadas con los nuevos medios y que resitúan, tangencialmente, las nociones de borrador y obra. El libro como objeto impreso reviste la impronta indeleble de la intervención editorial, que le confiere su realidad formal y conceptual, pero también legal a través del contrato de edición. El libro se distingue fácilmente de cualquier otro producto impreso, por su singularidad estética y simbólica, por sus elementos referenciales y por su imagen inscrita en el inconsciente colectivo que lo percibe como tal. El editor le proporciona a la obra su forma material, inscribiéndola en los sistemas de explotación que la colocarán en una escala de legibilidad próxima al lector y al autor.

La digitalización constituye una ruptura de este universo, permite la multiplicación del discurso, la diseminación indiscriminada, su explotación multiplicada, su fragmentación y deconstrucción, y en algunos casos, su pérdida de identidad total o parcial. La digitalización introduce una diferencia de naturaleza con respecto a las obras impresas, no solo de grado, tanto en la producción como en la distribución y explotación de las obras. El libro electrónico deviene en sistema, un sistema abierto, versátil y en constante evolución.

Si el acto de la publicación supone la operación fundacional en la vida de una obra y, para el caso de los documentos impresos, está perfectamente establecida, cuando trabajamos en el seno de las redes electrónicas el acto primigenio que da origen a un documento escapa, en muchas ocasiones, a cualquier tipo de control, existiendo la posibilidad de constantes cambios que dificultan su filiación.

Existe una suerte de crecimiento biológico del documento que, en muchos casos, va incorporando comentarios, añadidos, correcciones, modificaciones sumarias, que lo transforman en una especie de palimpsesto digital, en el

que la última versión acumula y refunde las anteriores que pueden haber desaparecido. El libro como una suerte de palimpsesto digital susceptible de una permanente renovación, de un crecimiento ininterrumpido, de una contemporaneidad constante.

Y es en todo este entramado donde la lectura digital cobra nuevos significados y modalidades. El internauta deviene en mobinauta, impulsado por una lectura que se plasma, cada vez con más frecuencia, en dispositivos móviles, una lectura conectada, hipervinculada, social y colaborativa. El lector interpreta y participa del contenido ubicándolo en un contexto diferente, viralizándolo a través de redes sociales generales o especializadas, empleando para ello aplicaciones de lectura social como Readmill, DotDotDot, Openmargin, Hipothes.is, etc., que integran las posibilidades de colaboración, anotación y etiquetado en el propio sistema lector. Los contenidos adquieren una nueva dimensión en el ámbito digital, desde el momento en que son sometidos a audiencias que pueden crecer exponencialmente, favoreciendo sistemas de recomendación y coparticipación diferente.

El libro se convierte en un territorio documental nuevo, en un lugar de encuentro de lectores y autores, donde los metadatos, los algoritmos de búsqueda y los sistemas de descubrimiento se erigen en plataformas de un nuevo ecosistema que tiene al lector como elemento central del mismo. La importancia se desplaza del objeto al contenido, y aunque autores como Chartier, Laufer, McKenzie y otros estudiosos de la sociología de los textos demostraran que las formas también producen sentido, este se va debilitando en beneficio de un contenido multiforme, ideado para un lector ubicado en un sistema tecnológico itinerante y permanentemente renovado, un lector ubicuo para el que la tecnología es cada vez más transparente y los conceptos que le afectan son los de accesibilidad, interoperaliblidad y sociabilidad.