Hace unos años, una entrevista para una publicación me brindó la ocasión perfecta para acercarme a uno de los poetas más relevantes del panorama español: Pablo García Baena.

A Pablo lo había leído con mucha admiración, y a menudo coincidíamos en los actos que presidía, pero esa entrevista prometía un viaje perfecto a su universo poético e íntimo, empezando por el hecho de que se iba a desarrollar, a lo largo de varias tardes, en su propio domicilio.

El camino a su casa anticipaba el perfil de Pablo García Baena; concluí que el poeta y Córdoba se habían vertido el uno en el otro, así, igual que la austeridad blanca de las callejas del centro histórico deja entrever la exuberancia del interior, a ese poeta, de trato afable y humilde, le asomaba por la mirada la calidez de una sabiduría, que comunicaba con la precisión de quien profesa un hondo fervor por el lenguaje.

La conversación de Pablo desbordaba el guión y se conducía con fluidez por los temas relativos a su obra, la política, la importancia de la música, la poesía actual -en especial, la joven- y, a modo de despedida, cuestiones sobre el pulso de la ciudad, al que siempre supo atender.

Aquellos días conocí a un poeta de firmes convicciones, que anteponía la obra de Cántico a la suya propia; que amaba la poesía hasta el punto de afirmar que no se consideraba escritor porque callaba si no tenía nada que decir; que no mostraba interés por ganar premios, ni siquiera el Cervantes; que lo que siempre le había movido era el amor por la palabra porque, como decía, «las palabras llamean y es esa llama la que debe perseguir el poeta».

García Baena era consciente de que la semilla que él y Cántico habían sembrado en Córdoba había fructificado en terreno fértil, y eso ha dado lugar a que esta ciudad sea hoy día un referente internacional.

Un legado eterno que nos pertenece y acompaña, como el río y como Sandua.