Antonio Hernández, conocido poeta andaluz de Arcos de la Frontera, es a la vez un autor que cultiva el género narrativo con originalidad y éxito reconocido, del que da fe su último título, El tesoro de Juan Morales, avalado con el I Premio Internacional de Novela Ciudad de Torremolinos. El hecho de que su narrador pertenezca a un clan familiar que lidera su abuelo José y que vaya presentando a los diferentes miembros y dándoles la palabra con un lenguaje cotidiano o coloquial en el que abundan las frases hechas, refranes y frecuentes elementos conceptistas, presta al relato un carácter picaresco o casi tremendista con pasajes de humor y sorpresa sobrevenida. En torno a ese narrador que también habla en primera persona se arraciman no solo sus propios parientes -abuelo José, tío Andrés, tía Jacinta, Daniel...- sino también otro personaje esencial que es Juan Morales, enemistado con su hijo Yonohesío, y otros más secundarios que son don Fernando, Cañorroto, y otros, todo lo cual da lugar a un argumento en el que muy pronto se descubre que el título de la novela se debe a un tesoro que el citado Juan Morales consiguió al ayudar a un bandido que lo había enterrado.

De ese mencionado tono picaresco o de ese aproximado decir celiano dan muestras, entre otras muchas, palabras como estas que pertenecen al capítulo 7: «Aquellos ahorros que no entraron en el trato de pura chiripa, los conservaba para tabaco y algún día de fiesta, cuando le daba un bocado y no para comer sino para bebérselo. Lo sacaba con cuentagotas. Y es verdad que no poseía su dinero sino que su dinero lo poseía a él». La anécdota fundamental de que abuelo José regentara con olfato de buen comerciante y afán codicioso una fonda por la que pasan y que frecuentan personajes variopintos propicia que el narrador vaya dando cuentas de ellos poco a poco, dosificando su información o sus palabras - «Quien lea éstas que escribo...», precisa en una ocasión- en breves capítulos que destacan por su viveza, por su agilidad narrativa y por la constante presencia de ese humor que los recorre de parte a parte. Leer que Juan Morales «olía a mil demonios cuando los demonios huelen a antigüedad y a riña con el agua», o que alguien descuella «por valiente o por cómplice en lo que terminaba bien y a su favor como en la historia que voy a contarles» son, además de otros, recursos que avivan el interés y mantienen la curiosidad del lector. Este, que también va a valorar la precisión de un léxico en ocasiones selecto (procelas, galpón, salacot...) junto al coloquial y desgarradamente callejero, va a permanecer en la mayor parte de la historia pendiente del desenlace de dos anécdotas: la de la boda de tía Jacinta y la del desenterramiento del tesoro de Juan Morales. Unamos a todo esto que en su riqueza de lenguaje caben tanto ciertas alusiones literarias (por ejemplo, «amar es mirar en la misma dirección, como dijo un loco clásico») como el continuo pespunteo del refranero y frases hechas en boca sobre todo del abuelo José (como «ganar mucho y gastar poco, si es de avaro, no es de loco»), o el uso de gitanismos propios de los andaluces («al que le ha mordido una bicha le da mal bají una cuerda», «...y soltara el jurdó»), o el uso de las ironías y juegos de palabras tal como se reconoce en este comentario: «...aquella vez me dejó cavilando con el calambur, pues no se privó de advertir que el segundo ‘asta’ era sin hache. Me dejó cavilando y en la boca las ganas de preguntarle qué había querido decir».

Es rasgo característico de la novela sumar en sus páginas lances, anécdotas, historias enlazadas que van de este modo multiplicando los hechos a que se atiende en la narración. Y así, aunque al final el tesoro parece que cae en manos de quien no llega a repartirlo con los descendientes de abuelo José, estos hallan la ansiada prosperidad gracias a una herencia que asegura el bien vivir de todos ellos y una vida más cómoda que la que hasta entonces habían soportado.

Esa vida es la que Antonio Hernández, con pulso de buen novelista y amante de su tierra y de sus costumbres, ha querido trazar en estas dilatadas 260 páginas que giran en torno a un protagonista con determinada filiación sociopolítica que es el que desea amasar su fortuna en un momento concreto de nuestra posguerra («cuando la guerra de España ya era materia yerta de Nodo y diario Arriba) y en una localidad próxima a la gaditana de Jerez. A esto último se refieren muchos párrafos y circunstancias de la historia, muy concretamente las especificadas en las páginas 191 y 192 o 210, en donde se describe que «Desde él y su entorno podía verse una panorámica de la peña sobre la que hacía equilibrio la parte monumental del pueblo, milagroso por su emplazamiento y por su belleza».

Antonio Hernández sabe de lo que escribe y lo hace con una prosa bella, ágil, saturada de inteligencia y de vivacidad, quebrada para modular los hechos y atenta a reflejar con acierto el carácter y la psicología de los personajes. Si en años anteriores ya nos dejó síntomas de su escritura narrativa en títulos como Sangrefría o Raigosa ha muerto: Viva el Rey, ahora lo hace de nuevo en esta reciente de El tesoro de Juan Morales, y todas lo sitúan -sin olvidar tampoco su acreditada vena poética- como un destacado autor de la literatura española contemporánea, por ello sin duda merecedor de galardones tales como el Premio de las Letras Andaluzas 2012 y Medalla de Oro de Andalucía en 2014.

‘El tesoro de Juan Morales’. Autor: Antonio Hernández. Editorial: Carpe Noctem.

Madrid, 2016