‘Práctica del amor platónico’. Autor: Miguel Argaya. Prólogo de Luis Alberto de Cuenca.Editorial: Devenir. Madrid, 2017.

Miguel Argaya (Valencia, 1960) es autor de los libros Luces de gálibo (1990), Geometría de las cosas irregulares (1992), Carta triste a Jorge (1993), Curso, caudal y fuentes del Omarambo (1997), su poemario más ambicioso al decir de la crítica literaria, Laberinto de derrotas y derivas (1999), Pregón de trascendencias (2000) y La Ciudad El Deshielo La Palabra (2007), además de dos plaquettes publicadas en la década de los ochenta. Con práctica del amor platónico (2017) viene a profundizar en una poesía reflexiva que bucea en problemas existenciales, tales como el paso del tiempo o el sentido de la vida desde el ángulo del naufragio y la derrota que toda vida humana supone, tanto por el desgaste en el ejercicio de vivir como por los sueños que nunca llegaron a realizarse. Parejo a ellos es el tema del desencanto. La trayectoria poética de Miguel Argaya viene a ser la de un francotirador que no sigue otra escuela ni otra moda que la tradición, en la cual bucea y de la cual aprende en alas a labrarse un estilo tan personal como concienzudo. Tradición y renovación, conciencia de las raíces y originalidad dan alas a una poesía extraordinariamente elaborada, con la minuciosidad y el rigor del orfebre.

Con prólogo de Luis Alberto de Cuenca y un epílogo de Jaime Olmedo Ramos, el libro está dividido en seis partes. Por la primera «Vidas cruzadas», compuesto por doce poemas en los que utiliza el alejandrino y su dulce musicalidad que recuerdan al vaivén de las olas, aparecen cuatro nombres de personajes: Fernando Minglietta, Gabriel Viseu, Dante Guzmán y Gabriel Guzmán. El lector puede interpretar estos textos desde el punto de vista del puro juego o la simple ensoñación, pues no parece sino que pretendiesen emular a una poesía esencialmente narrativa y descriptiva, propia del estilo de García Márquez u otros narradores del boom, a la par que pudiera tratarse una poesía de heterónimos, tal la de Pessoa. Todo ello, ignoro si con ánimo de crítica. En «Años colaterales», que consta de nueve textos, despliega una gran variedad formal y temática que va desde el soneto y el yugo de la humana temporalidad, al eneasílabo («Odiseo a orillas del Aquerusia», dedicado a su padre, «en la parte alta de su huerto fecundo en vides»); el endecasílabo e incluso, nuevamente, el alejandrino. No parece que lo más lacerante para los seres humanos sea el paso del tiempo en sí mismo, sino las personas y los sueños que nos va arrebatando o que vamos dejando atrás en el camino. Cantamos, en efecto, lo que hemos perdido, como diría Antonio Machado. Es el paso del tiempo lo que nos hace caer en la cuenta de que los sueños parecen inalcanzables y de que nuestros intentos por acceder a ellos, por hacerlos realizables resultan infructuosos. Y es también la conciencia de la imposibilidad de alcanzar los sueños lo que nos hace entrar en conflicto con la existencia y con nosotros mismos mientras no lo asumimos. Por otro lado, la religiosidad y la preocupación por España son también temas de textos en los que el poeta alcanza un alto grado de lirismo y perfección formal. «Las horas» consta de ocho poemas a los que no es ajeno cierto sentido de trascendencia y, por tanto, de finitud y eternidad. La concepción de la vida como lucha agónica y la defenestración del superhombre que quedó atrás, destronado por la conciencia de su propia vulnerabilidad a que da paso el tiempo con su desposesión, así como la afirmación en la fe y en las creencias religiosas que no decepcionan son los temas esenciales.

Al llegar a «Los límites», los poemas se despojan de versos para quedar en la esencialidad del desnudo, en la dimensión conceptual que los asiste y nos deparan en el molde del endecasílabo. Son nueve textos, alguno de solo dos versos. Se trata de una poesía fragmentaria, porque de fragmentos definitorios se trata sobre la certeza, el dolor, el tiempo, el beso, la memoria, el miedo o el ruido. De ocho textos consta «Los mapas», en un poeta tan amigo de viajes y geografías aventureras, los cuales gozan de una cierta heterogeneidad temática, que va desde lo estrictamente geográfico a lo religioso, pasando por lo familiar a lo estrictamente metafórico.

Y en llegando al final, la última parte del libro es «La vida contemplada», con ocho textos de hondo calado humano y reflexivo en donde el poeta desea dejar un testimonio de hondura, sinceridad y autenticidad, de sus señas de identidad y sus raíces, no sin cierta melancolía, pero con la crudeza del pelícano que abre su pecho para dar de beber su sangre a sus hijos en tiempos de extrema sequía. Una honda y desgarrada verdad que desdeña todo fingimiento y que desea dejar en herencia a sus hijas, a cuya inocencia soñadora mira con amor y cierto dolor trascendido. A esta última parte corresponden los poemas «No quieres una flor», en el que dice: «No quieres una flor: ‘Hazme un poema’, dices,/ ‘una verdad que dure más allá de su aroma’,/como si un verso fuera más hondo de una rosa,/más hondo, por ejemplo, que el calor de un abrazo». Y también el poema que da título al libro, «Práctica del amor platónico», donde manifiesta la necesidad esperanzada de hacer compatibles los sueños con la realidad, algo que no viene sino con la madurez existencial, con una sabiduría no aprendida pero que proporciona sosiego al corazón, luz a los ojos.