Nacho era el carisma y la empatía. Adaptaba su sinfonía anímica al devenir del momento. Era como un nodo con resortes prestos para cualquier conexión. Navegaba en este océano de hombres y mujeres sin jerarquías, pues al mismo nivel hablaba con sus amigos del instituto que con personajes culturales rutilantes.

Nos aproximamos con la excusa de la poesía, pero nuestra amistad tenía ligaduras hondas como la pérdida. Su voz sutil era un revólver cargado de palabras despedidas desde el tierno volumen de sus mejillas, que modelaban, en la velocidad del acontecimiento, conversaciones descosidas en alguna explosión de risa. Casi nunca hablábamos de literatura. Lo importante en nuestros encuentros era lo demás. Y el fútbol, pues esta relación se desarrollaba muy terrenal, acaso recuperando aquello que no pudimos compartir en el tiempo en el que no nos conocíamos.

Había una extrema sinceridad en el modo en que establecíamos contacto. Por lo que pude conocerlo, su ambición no era alcanzar el Cervantes u otra clase de púrpura, sino solo escribir y relacionarse a través de ese encanto intransferible. Porque Nacho ya era un ganador.

Su energía intensa lo llevó a alcanzar logros literarios, ítems que certificaban su condición de hombre hecho a sí mismo, y acompañaban a su ascendente camino como gestor cultural. El tiempo le fue dando una solidez grave, revelada en la planta de dandi que gastaba en los últimos años, con esa vigorosa melena que terminaba de empacar su figura.

Para mí la existencia de José Ignacio Montoto es un ejemplo, una enseñanza. Una persona que, mediada la veintena, prácticamente partió de cero en este extraño mundo literario, y terminó siendo un escritor con todas las letras. Que salió adelante con brío en la vida, pese a que ésta no se lo pusiera fácil. Siempre con un talante y una elegancia suave que han quedado tallados en la memoria de quienes pudimos disfrutarlo. Buen viaje, amigo mío.