Vicente Molina Foix es licenciado en Filosofía y en Historia del Arte, y ha sido profesor en las universidades de Oxford y del País Vasco. Fue incluido por José María Castellet en la antología Nueve Novísimos. En 2013 apareció su obra poética completa, La musa furtiva, y ha obtenido los premios Barral, Azorín, Herralde y Nacional de Narrativa. Su primera obra teatral, Los abrazos del pulpo, se estrenó en 1985. Además, ha traducido obras de Bernard Shaw, Tennessee Williams y Shakespeare, y ha rodado, como director y guionista, dos películas. Aunque El joven sin alma sea una obra de ficción, sus personajes centrales son jóvenes escritores de los años sesenta y setenta del pasado siglo, que en Barcelona y Madrid formaron el grupo de poetas llamados novísimos, no aludidos en clave sino mencionados por sus nombres, con quienes compartió el autor una iniciación literaria, política y amorosa cuya evocación ha de interesar a cualquier lector sensible a la ternura, el humor y la gran dosis de ingenio con que está escrita. Buena parte de lo que la novela cuenta, efectivamente aconteció. La mezcla entre historia y ficción es, con todo, perfectamente distinguible, ya que lo histórico consiste en datos, nombres, títulos y fechas que forman parte de la historia literaria conocida y registrada. A uno de sus puntos, inequívocamente definido y acotado, se dedican estas páginas. La novela es la historia de la adquisición, por el protagonista-narrador y quienes lo rodean, de experiencia vital y de formación cultural, en contacto tanto con la realidad como con la literatura y el cine. El joven sin alma está literalmente trufada de referencias a todos los autores y géneros literarios que contribuyeron a esa formación: novela, poesía, teatro, cine. Un recuento aproximado arroja una nómina de sesenta directores de cine, mencionados por sus nombres y recordados por algunas de sus obras maestras y los actores que las protagonizaron. Directores como Jean-Luc Godard, François Truffaut, Michelángelo Antonioni, Luchino Visconti, Federico Fellini o Eric Rohmer; actores como Terence Stamp, Jean-Pierre Leaud, James Dean o Montgomery Clift; actrices como Anna Karina, Elizabeth Taylor, Marilyn Monroe y, sobre todo, Jean Seberg, en Lilith. Un cine al que se unían las canciones de Françoise Hardy, Juliette Gréco, Michel Polnareff y Billie Holiday. Un cine disfrutado con verdadera adicción, sin tregua ni hartura, y que Vicente asocia a Ramón Moix, un personaje singular experto en múltiples saberes de los que conseguía dar una versión tan atractiva como pegadiza: el antiguo Egipto, la ópera italiana, el cine seudohistórico y de medio pelo que se conoce como peplum, o el mejicano de vampiros. Tampoco falta el teatro, tan cercano al cine en la mentalidad y en el gusto de Vicente Molina: una quincena de dramaturgos, desde los clásicos de la antigua Grecia a Beckett o Arrabal. En esa educación sentimental y cultural tiene gran importancia la novela, algo lógico en quien, como Vicente Molina, ha sido siempre y primordialmente un novelista. El detonador de esa vocación tiene nombre, lugar y fecha: Camilo José Cela, Alicante, 19 de octubre de 1962. La anécdota podría ser verdadera o imaginada, lo cual no importa, porque los consejos que se ponen en boca de don Camilo lo retratan cabalmente: desconfiar de la improvisación, poner todo el énfasis posible en la perseverancia y el trabajo, resistir la indiferencia de los lectores, la desidia de los críticos y la envidia, la ruindad y el cainismo de los colegas.

El episodio más denso, y el más difícil para el lector por las sutilezas literarias y los enigmas que incluye, es el tocante al llamado grupo de los seis, radicado en la Barcelona de mediados de los años sesenta, aquella Barcelona de los poetas novísimos que descubrió y presentó José Mária Castellet. Los seis son cinco novísimos (Pedro Gimferrer, Ana María Moix, Vicente Molina, Leopoldo María Panero y yo mismo) más Ramón Moix. “Todos eran -escribe Vicente Molina- niños en diferentes grados de curiosidad infantil, que no perdieron al madurar. Su capricho, saber más que nadie; su lugar de celebración, los cines; sus ídolos, los libros [...]. El sueño de sus días, escribir poemas y relatos que no tuvieran igual; su aspiración personal, amar fuera de lo común...”. Ese grupo se reúne a diario, intercambia poemas, comenta clásicos y novedades, va sistemática y colectivamente al cine y practica una versión light de los seudojuicios que organizaba André Breton para examinar de escritura y conducta a sus compañeros y a los neófitos y reclutas. La adquisición de experiencia literaria incluye, naturalmente, la poesía. Vicente cita unos treinta poetas, desde Safo y Horacio hasta Juan Ramón, los surrealistas, el 27, Cavafis, Eliot, Pound, Rilke... También el Grupo Cántico. Me detendré en su presencia en la panoplia literaria de los novísimos, tal como Vicente Molina da cuenta de ella.

Acaso algún lector de estas páginas recuerde que el 3 de octubre de 2012, dentro de los actos de Cosmopoética, se celebraron en Córdoba diversas mesas redondas acerca de los novísimos. La primera de las cuales estaba dedicada al influjo y la trascendencia de Cántico. Yo me encontraba en ella, y expuse y justifiqué lo que tantas veces he sostenido, en Córdoba y en otros lugares, de viva voz y por escrito: que Cántico es un eslabón imprescindible para entender la evolución poética que arranca del Barroco (con ese gran cordobés que fue Luis de Góngora), pasa por el Parnaso, el Simbolismo, el Modernismo y la generación del 27 (especialmente Luis Cernuda) y desemboca en la poesía de los años sesenta, con el magisterio que fue (al menos para mí) Antiguo muchacho (1956), de Pablo García Baena, libro esencial en sí mismo pero más notable aún por haber precedido en seis años a Desolación de la quimera, de Luis Cernuda (1962). En este punto, uno de los presentes manifestó su desacuerdo, aduciendo que la poesía de Cántico, en concreto Antiguo muchacho, no circulaba ni se leía en los años sesenta, y que yo me estaba confundiendo con el libro de Jorge Guillén del mismo título. Lo último es, evidentemente, una broma. Veamos lo primero. Vicente Molina cuenta, en la página 138 de su novela, una conversación telefónica que mantuvo con quien llama “el Poeta Fundador”, que le aconsejó leer “los poemas blasonados del Grupo Cántico” y “el nuevo libro de versos de Vicente Aleixandre, Retratos con nombre”. La primera edición de este libro, número 10 de la colección El Bardo que publicaba en Barcelona José Batlló, lleva impresa la fecha de mayo de 1965. Acto seguido, Vicente menciona explícitamente ese mismo año como el de inicio de su costumbre de escribir largas cartas. Más adelante, en la página 224, recuerda Vicente sus encuentros frecuentes con Leopoldo María Panero, a quien acababa de conocer, teniendo Leopoldo “dieciocho años menos cuatro meses aquel febrero”, y el propio Vicente, “diecinueve cumplidos”. Leopoldo había nacido el 16 de junio de 1948, y Vicente el 18 de octubre de 1946. Leopoldo cumpliría así 18 años en junio de 1966, y Vicente había cumplido 19 en octubre de 1965: hechas las cuentas, el febrero que Vicente menciona ha de ser el de 1966. Y a continuación (página 226) escribe, haciendo un símil deportivo: “Nos veíamos todos los días […] Yo tenía más puntos ganados en casa por mis lecturas de José Asunción Silva y el cordobés Grupo Cántico, que a él le sonaban melifluos en el oído”. Es decir, que el testimonio de Vicente Molina, entre mayo de 1965 y febrero de 1966, confirma mi punto de vista acerca de la presencia de Cántico entre los novísimos de Barcelona y Madrid. No pretendí señalar esa presencia, ni confesar ese magisterio, más que en mi propio caso, ni cuestionar la originalidad, el liderazgo ni la relevancia de nadie. Y en ese único caso, el mío, ni mi admiración por Pablo García Baena me ha hecho perder la objetividad, ni los años la memoria.

‘El joven sin alma.

Novela romántica’. Autor: Vicente Molina Foix. Editorial: Anagrama. Barcelona, 2017.