Hace falta tiempo para cimentar. Que la espera no sea un vacío sin más, sino que detrás venga respaldada por un trabajo, un compromiso fiel y coherente con la escritura. Con esta premisa por delante, podemos adentrarnos en el último libro de Javier Sánchez Menéndez, pero no uno más de su obra. Los antecedentes (Mediodía en Kesintong Park o Confuso laberinto) pusieron de relieve una poesía basada también en el pensamiento, no solo en la imagen. Una invitación a la reflexión desde esa voz interior que conectaba de forma intravenosa con el lector. En este nuevo poemario se produce un cierto giro. Da idea de la capacidad de cambio de registro del autor, sin la pérdida de las constantes vitales que lo definen con una voz propia, firme.

Lo más significativo es el afloramiento de ese lado oscuro del individuo. El diablo se muestra como una parte del individuo, y en esta propuesta domina claramente, a pesar de algunos otros guiños al lado menos diáfano. Se crea entonces toda una mística en la que, a través de esa mirada, lo sencillo en apariencia adquiere otra complejidad, otra perspectiva más profunda. Un continuo intento por desvelar lo que tenemos delante a través de esa mirada más incisiva (aquí cabe también la ironía, el sarcasmo), y cómo ésta nos devuelve un mundo con toda clase de matices inesperados. Un universo por descubrir en el que los recuerdos no son simple material de transacción, sino que su recreación hace que aporte detalles en los que quizás no se había reparado en esa construcción inicial del mismo, y que se muestran con otra fuerza. Con este «material sensible», los ojos creen ver mucho, pero también dejan de percibir todo aquello que, solo por el resto de los otros sentidos, puede llegarnos con una fuerza y potencialidad desconocida. No se limita la voz solo a lo visual del primer plano, a la primera sacudida, sino que trasciende el momento, la experiencia, dejando atrás nuestras limitaciones. Por establecer una lógica comparativa, si Satanás tiene más poderes, ¿por qué no aprovecharlos? Aprovechar esas virtudes para darnos otra concepción del mundo, abrirnos otra ventana en la percepción hacia aquello en lo que no se ha reparado antes. Algo que podemos constatar en poemas claves como «Daimonía»: «Solo nosotros, la vida nos define / y acabamos huyendo para sobrevivir». Aunque quizás en el poema «Semillas de grandeza» se pone de manifiesto -con más clarividencia que en ningún otro- todas las claves de este poemario, incluyendo esos versos aseverativos, contundentes como «en la humildad radica la virtud» muy ligados a una poesía que se cimenta también en la reflexión, y que son constantes durante la travesía de este libro. Vivir, al fin y al cabo, es una contradicción permanente. Este baile se muestra como una invitación a explorar más allá de lo inmediato, a indagar en las auténticas certezas que permanecen dentro de uno, lo mínimo o lo no visible, con arrojo, sin nada que perder porque la entrega ha de ser total, devastadora, y en esa apuesta lo vital fluye en esta escritura con su propia fuerza.