La poeta Ana Blandiana participó hace unos días en el VI Encuentro de Poesía y Feminismo en Puente Genil. Blandiana analiza su creación y su trayectoria en esta entrevista para Cuadernos del Sur.

-Su obra está llena de signos misteriosos, de significados por descifrar, y de recuerdos borrosos. Los sueños son un estado permanente en su escritura... ¿con qué intención nos acerca a ellos?

-No sé si en materia de poesía alguna vez he tenido una intención porque las cosas suceden más o menos sin que yo pueda decidir acerca de ellas. No me siento en la mesa y digo ‘Voy a escribir un poema’ y empiezo a escribirlo. Creo que ningún poeta puede hacer eso. Lo puede hacer un novelista, un prosista, un escritor profesional. Con la poesía tengo siempre la sensación de que no soy yo la autora, de que la poesía me es transmitida, me es susurrada, me es impuesta. Sé que hice una vez un comentario en la prensa rumana que suscitó muchas risas pero yo diría que me siento como una dama de la corte de alta alcurnia a quien el rey le ha hecho un niño. No dependía de ella y sin embargo está muy orgullosa de tener ese niño. Es decir, la poesía es como un aura de otro mundo que me vincula a ella.

-¿En qué momento comprendió que la poesía, la escritura, iba a representar esa otra patria a la que no podría renunciar?

-Componía versos a la edad de cinco años, antes de saber escribir o leer, y todo el mundo se acostumbró a pensar que eso era fuera de lo normal y asumió que mi sino era el de ser poeta. Yo no he sido una de esas niñas a las que se preguntaba qué quiere de ser mayor, ya que los mayores de mi alrededor habían asumido que iba a ser poeta. Hay una ley en la biología según la cual la ontogénesis se repite en la filogénesis, cada individuo repite la evolución de su especie, es decir, en el vientre de la madre el individuo es primero rana, luego pez, etc. Cuando empecé a escribir, de adolescente imitaba a cada poeta que descubría y a medida que descubría a un poeta intentaba escribir como él. Hasta que llegué a ser yo misma. Creo que esto se produjo con mi segundo volumen, El talón de Aquiles (1966). Si alguien me preguntaba qué te hubiera gustado que no hubiera sucedido en tu vida, pues yo tengo que decir que no me hubiese gustado escribir mi primer volumen, La primera persona plural (1964), ya que se trataba de un libro de juventud en el que había frescura, adolescencia, pero no era yo misma. La poesía verdadera creo que empieza con mi segundo libro.

-El buen poema, según sus propias palabras, se construye en base al silencio, a la encadenación de estos. ¿No piensa que se esté olvidando ese ejercicio de apreciación del silencio?

-Yo creo que la buena poesía solo se escribe en silencio. Hay que salirse del mundo y de tu propia vida para escribir poesía. Entre silencio y poesía hay una gran conexión. En el siglo XIX había poetas que escribían sábanas y sábanas de poemas largos con rima y ritmo, pero también existía Emily Dickinson, a quien nadie conocía y sabían de ella cuando publicaba algún poema en una revista y era una poesía de muy pocas palabras que se reducía a las esencias. Existen los poetas románticos como Walt Whitman, que escriben toneladas de palabras, y los modernos como Rilke, que escribe muy pocas palabras. Claro que esto es una apreciación subjetiva mía, pero yo temo al exceso de las palabras. La poesía se tiene que defender de las palabras. Tengo un libro que se llama Miedo a la literatura (2004), y el miedo que siento es ante el artificio, los adornos.

-Dada su escritura, su visión de un yo muy característico, ¿qué nos hace estar más cerca de lo mágico que de lo visible?

-Creo que la poesía misma, en la medida que es auténtica, contiene en sí, como una semilla, la fuerza de lo invisible y se vuelve mágica.

-¿Dónde cree que estriba la diferencia entre su obra en prosa y en verso, partiendo ambas de la memoria?

-Empecé a escribir prosa en los años ochenta, una época terrible para todos y tenía el sentimiento de que debía dar testimonio de lo que estaba viviendo, pero al mismo tiempo si iba a reflejar esta situación en la poesía, la realidad iba a destruir la poesía. Es como si para reflejar una realidad terrible con mucho detalle y de una manera verídica, pusiera hierro en un barco de papel. Tampoco hubiera podido publicar una descripción realista porque la censura no hubiera permitido la publicación de un libro de este tipo. Entonces recurrí a la prosa fantástica que tiene en común con la poesía cierta aura y viene de los recuerdos, de los muertos, de seres sobrenaturales.

-Lo meditativo, lo reflexivo con un toque filosófico, son parte de su escritura, ¿qué tipo de reacción busca en el lector?

-Yo no pienso en el público. No es mi objetivo. Solo quiero expresar lo que yo pienso y el resto es decisión de otros. Antes de 1989 mis poemas circulaban, al estar prohibidos, de manera subterránea. La gente los copiaba a mano y los multiplicaba. Este público leía los poemas porque buscaba la libertad que esos poemas contenían. Hoy en día un libro, si tiene una tirada de cinco mil ejemplares, se considera una tirada grande. Antes de 1989 he tenido un libro del que se publicaron cien mil ejemplares y el público de poesía era enorme porque la poesía llegó a sustituir a otras disciplinas como la filosofía, la religión, la sociología, que estaban prohibidas, y de alguna forma los lectores encontraban en la poesía las últimas moléculas de libertad y vida. Había una audiencia auténtica. No pienso que ese público que leía los poemas realmente entendiera todos los niveles, pero creo que era sensible a lo inexpresable de la poesía. Una definición de la poesía es su capacidad de expresar lo inexpresable. Si preguntara a alguien por qué lee mis poemas, seguro que diría una serie de banalidades, pero creo que, realmente, lee mi poesía porque ella contiene una especie de aura que contiene también al lector.

-¿Cree que se está perdiendo en estos tiempos la referencia auténtica hacia lo espiritual como modo de reflexión y búsqueda de la propia identidad del individuo?

-Sí, por desgracia, es así. La autenticidad, la espiritualidad, ya no es una forma de reflexión y de búsqueda de la identidad. Y eso es válido sobre todo para Europa, un continente que en todas las épocas ha irradiado cultura. Hoy en día Europa ya no cree en sus propios valores y no puede ser un poder militar, ni representar un poder económico en el mundo. Pero su esencia es su cultura y, en cambio, Europa, sí, podría ser un poder cultural. Lamentablemente, Europa ya no reconoce sus raíces. Aquellos que no son tan jóvenes a lo mejor recuerdan hace quince o veinte años, cuando se debatió la definición y la Constitución europea. Hubo un escándalo porque a alguien se le ocurrió introducir la fórmula «las raíces cristianas de Europa». Se debatió este tema durante un año y finalmente se llegó a votar y ese sintagma perdió el voto y no se incluyó. Sin embargo, está claro que las raíces de la cultura europea son cristianas, de la misma manera que las raíces de la cultura china son el budismo y el taoísmo, y es aberrante no admitirlo, no respetar y admitir el pasado que entra en la definición cultural europea. Es evidente que hay distintos niveles, distintas culturas, distintos pueblos. Como salvación yo propongo la resistencia a través de la cultura. Hablábamos mucho de esto en la época comunista, y ahora, paradójicamente, la resistencia a través de la cultura es mucho más importante y mucho más necesaria de lo que lo fue en condiciones de ausencia de libertad. Tenemos que reconocer cuáles son nuestros valores y no pretender que no somos lo que somos. Esto se debe en gran parte a la globalización y multiculturalismo. Cuando no sabía lo que era el multiculturalismo soñaba con que esto sería una forma de reconocimiento recíproco entre las culturas de los distintos pueblos, que eso supondría respeto mutuo y que de este conocimiento y respeto se iba a producir una elevación de todos los valores, pero me he dado cuenta de que la globalización es, algo así, como una máquina que mezcla todas las culturas para producir una pasta que no tiene ni gusto ni color.