A los cordobeses que no nos hablen de calor, hacerlo sería lo mismo que comentarle a Noé sobre la lluvia. Nuestra ciudad siempre ha alcanzado cotas altísimas de temperatura. Los veranos cordobeses tienen guasa. Recuerdo un reportaje que hice una noche del mes de agosto, hace muchos años, en la barriada de Las Moreras. ¡Ay aquellos eternos albergues provisionales que duraron más de treinta años! Aquel verano había allí familias que dormían en la calle regando el colchón. Soportar la uralita después de darle el sol todo el día era poco menos que inhumano. Sin embargo, los cordobeses, gente del sur, estamos hechos para estas temperaturas tórridas que espantan al resto de españoles, que quedan impresionados cuando ven al hombre del tiempo colocar los dígitos (más de cuarenta en la mayoría de los días estivales) sobre nuestra ciudad. Debe ser que el gazpacho fresquito es un magnífico antídoto.

Pero no les voy a hablar ahora de calor, con la que está cayendo. Mi reflexión de hoy viene a colación por la siempre bien recibida nieve, por lo poco usual, caída en nuestra ciudad la madrugada del sábado al domingo. Cuando todo el país se cubre de blanco, Córdoba no podía ser menos. El 2016 está ahí a la vuelta de la esquina y hay que tener de todo. Y nos faltaba un aspecto invernal para poder lucir nuestros maravillosos rincones salpicados de blanco intenso. Que el azul ya lo tenemos y más brillante que nadie. Y aunque muy tímidamente, y por escasas horas, los jardines y tejados se han cubierto de un matiz blanco purísimo, muy semejante a las felicitaciones que hemos mandado esta pasada Navidad.

Y porque la ocasión así lo requiere, y no sabemos cuándo volverá a suceder, he montado a mi pequeño hijo Rafael en el coche, igual que han hecho miles de padres cordobeses, y me he trazado un itinerario mental para recorrer los lugares que podían ser más hermosos cubiertos de nieve. Y la verdad, me esperaba otra estampa de la ciudad. Después de estar nevando copiosamente desde las cuatro de la madrugada, Córdoba no estaba como aparecen otras localidades en la televisión. ¡Mecachis en la mar! Pero bueno, había nieve. Y los niños se han divertido.

Y tal como hizo mi padre, Ladis, en febrero de 1955, el primer lugar al que acudí fue a la plaza de Capuchinos. A ver el aspecto que tendría el Cristo de los Faroles. Cuando eres niño, hay imágenes y situaciones que se quedan grabadas y por más que pase el tiempo no se borran. Son documentos archivados en el cerebro. Una especie de lucecitas que en situaciones análogas se iluminan. Y así tengo muy fresco lo que hicimos la mañana de aquel día. Mi madre nos despertó muy temprano "¡Niños, está nevando!". Con mi padre nos fuimos, los tres hermanos, en un taxi grande y negro que conducía un hombre al que llamaban Chocolate. Era como el coche que usaban los toreros para ir con sus cuadrillas. Cuando llegamos a la plaza del Cristo de los Faroles, toda estaba cubierta de blanco. La gente que iba para misa se paraba y saludaba a mi padre que no dejaba de hacer fotografías. Aunque la postal era preciosa, la imagen sólo tenía nieve en la cabeza y en los brazos, estando coronados los faroles por montoncitos de copos. Había mucha nieve en el suelo. Un manto blanco se tendía a los pies del Cristo. No se veían las piedras. Sólo un reguerillo de agua que buscaba un imbornal delataba que el piso era de piedra. Una postal para la historia.

La nevada de hoy nos ha congregado en la histórica y universal plaza a muchos cordobeses con la digital en la mano. No hemos tenido suerte. La nevada no ha sido tan intensa como antaño. Los tejados del huerto del convento de Capuchinos sí estaban blancos, pero poco más. Va a hacer cincuenta y un años y la preciosa postal del Cristo nevado no se ha vuelto a repetir. Nuestro gozo en un pozo. Y eso que antes de llegar, la plaza de las Dueñas y la de las Doblas mostraban un encanto especial con sus pinceladas de blanco.

Y aquel lejano día de 1955, recorrimos la ciudad, mucho más pequeña que ahora, y encontramos lugares bellísimos: los jardines de Colón, los de la Agricultura, barrio del Alcázar Viejo, Santa Marina, San Agustín... Mi padre hacía fotos de todo. Incluso entramos a la demolida y añorada plaza de Los Tejares, pero la nieve se había quedado en las barandillas de los palcos y los tejadillos.

Como es natural, en otros años posteriores ha nevado en Córdoba. Pero ha sido más en la Sierra que en la capital. En 1971, por ejemplo, llegó a cuajar la nieve en tejados, torres y jardines, pero con menos intensidad que la de hoy. Esta mañana he disfrutado de la mano de mi hijo Rafael, recorriendo los jardines de la Plaza de Colón, la Agricultura, los Patos, y otros rincones de la ciudad. Y mientras otros niños correteaban y daban culetazos al resbalar, él hacía bolas con la nieve y me las tiraba, y con gozo he recordado a mi padre que también aguantó estoicamente los cañonazos blancos que le tirábamos aquella fría mañana de febrero.

Hace más de cincuenta años que Ladis obtuvo la fotografía que ilustra este sencillo artículo. El, con la misma ilusión que hoy hemos llevado a nuestros hijos, nos mostró un espectáculo poco usual en una ciudad llena de contrastes. Una ciudad que no deja de sorprendernos cada día. Y es que con nieve o sin ella, Córdoba es diferente.