Sina es una mujer siria de 42 años, madre de seis hijos, que se vio obligada a abandonar su casa y su país hace seis años cuando la amenazaron con matar a toda su familia. «Teníamos una vida muy buena, mi marido era camionero y ganaba bien hasta que empezaron las manifestaciones, a separar a suníes y alauíes y mis vecinos empezaron a irse hasta que solo quedamos nosotros», explica con ayuda de una trabajadora de Cruz Roja que actúa como intérprete. El día que dejó su casa, su marido estaba de viaje, así que se fue sola con todos los hijos a una ciudad cercana. Poco antes, una de sus hijas, de 9 años, había sido fruto de una agresión con aceite hirviendo que le quemó toda la espalda y un brazo. «Pusieron un cartel en mi puerta amenazándonos de muerte si nos quedábamos», recuerda, «solo tuve tiempo de coger la tarjeta de residencia y las medicinas de mi niño pequeño, que es diabético, que tenía año y medio». De su primer destino peregrinaron a otra ciudad, donde una familia les ofreció su casa tres meses. «A mi marido le quitaron el camión y el pasaporte y ya no pudo volver a trabajar», explica, «pero estos amigos se hicieron cargo de nosotros tres meses». Cuando las cosas empeoraron, decidieron partir hacia el Líbano todos juntos, donde inicialmente la ONU se encargó de buscarles vivienda y manutención. Después de dos años tuvieron que trasladarse a Beirut porque, en Arsal, grupos armados del Daesh hacían campaña para echar a los sirios de allí. El marido de Sina fue víctima de una paliza delante de su hijo pequeño y pusieron rumbo a Beirut. Más tarde se enteraron de que todos sus vecinos en Arsal, excepto uno que logró escapar, fueron decapitados. «Lo peor que he vivido en este tiempo fue sentir cómo nos trataban en El Líbano, los sirios acogimos a los libaneses cuando ellos lo necesitaron y cuando nos pasó a nosotros nos dieron la espalda, separaban a los niños sirios de los suyos, fue muy duro», dice con lágrimas en los ojos. Ante la situación de indefensión, Sina y su marido optaron por casar a sus dos hijas menores. «Teníamos seis niños a nuestro cargo y esa era la única forma de asegurarnos que alguien iba a cuidar de ellas si pasaba algo», explica su madre. A día de hoy, la mayor sigue en el Líbano porque al estar casada no le autorizan la reagrupación familiar, pero en ese momento el matrimonio se presentó como una tabla de salvación.

Sin camión, sin identificación, nadie en El Líbano quería emplear al marido de Sina, que ahora tiene 53 años, así que tuvieron que poner a sus hijos de 10 y 12 años a trabajar como soldador y carpintero. «En Beirut, no teníamos ayudas y la vivienda, las medicinas de mi hijo, la comida eran muy caras», recuerda, siempre con el rostro marcado por una honda tristeza. Cuando le pregunto por los culpables de lo ocurrido señala «a los países árabes y a los occidentales». Asegura que «Siria había mejorado, se podía vivir muy bien, pero empezaron a separarnos por grupos étnicos, a dividirnos, mientras el resto de países solo buscaba aprovecharse del petróleo, del gas... y llegó un momento que nuestro presidente, que al principio nos defendía, ordenó atacar a la población». Cuando empezaron las manifestaciones, asegura, «todos creíamos que sería algo temporal, pero cada vez fue a peor».

En Beirut, le propusieron solicitar asilo en Europa y ella pidió refugio en Alemania, para reunirse con un hermano, pero se lo denegaron. Luego le hablaron de España. «Me dijeron que era más pobre, pero mi hijo recibiría tratamiento y aceptamos». Llegaron a Córdoba en julio del 2016 y, aunque Sina aún no habla español, lo entiende y su familia ha logrado adaptarse bien a la ciudad. «Aquí me siento segura y mis hijos están bien en el colegio», explica, «pero no sé qué futuro nos espera». Sueña con poder volver algún día a Siria cuando acabe la guerra. Ha visto en Facebook las imágenes de Homs, su ciudad, y llora al recordarlas, aunque su mayor temor es «volver a quedarnos sin casa, sin trabajo, sin nada». Su vida se ha roto demasiadas veces. «Las ayudas acabarán en enero y no sé qué será de nosotros después».