Siempre que ocurre un siniestro como el de ayer, el puzzle que forman las vidas privadas de los afectados queda suspendido y expuesto a la vista de todos en una especie de escaparate que muestra la fragilidad del ser humano. Una de las estampas más llamativas del incendio de ayer fue la que compusieron tres señoras mayores desalojadas de sus viviendas sin previo aviso, en pijama y bata, a las que alguien decidió refugiar del bullicio en una cafetería cercana. Araceli, enferma de cáncer, fue rescatada por su hija, que casualmente bajó a la calle con su perro y tuvo que subir a toda prisa a evacuar a su madre. "Me siento regular", confesaba cansada. A su lado, Gloria explicaba, agarrada a su bastón, que llevaba más de un mes sin salir de casa porque no se había atrevido a andar sola y que al recibir la llamada de la Policía una fuerza interior la había movido a huir sin pensarlo dos veces. A Conchi, todavía conmocionada por lo ocurrido, el fuego la pilló en casa con su marido, Manolo, y sus nietos, a los que alertó gritando nada más ver el humo. En la cafetería, aún se reponía del susto... Susto que a Yin, la propietaria del bazar, dejó muda, como aplastada por una piedra inmensa. Descompuesta, a pocos pasos de ella, una chica miraba a un piso situado en la zona alta de un edificio de Julio Pellicer mientras pedía socorro a la Policía. "El perro de mi hermana se ha quedado dentro, tengo que subir a por él", repetía, ante la negativa de los bomberos a dejarla pasar. Horas después, la hermana de ella y su marido me confirmaban el rescate exitoso del perro y que el incendio les había pillado fuera, comiendo con los padres de uno de ellos en La Fuensanta. Al lado de la chica que buscaba el perro de su hermana, otra joven contemplaba la escena como si estuviera asistiendo a una obra de teatro. "Estaba viendo la tele cuando me han llamado para salir el edificio sin coger nada", comentaba aún nerviosa, "no me ha dado tiempo a pensar nada". Tampoco Israel, nieto de Manolo y Conchi, había tenido tiempo de pensar y salió tal cual, en pijama. Así lo encontré intentando convencer a la concejala encargada y al jefe de policía de que tenía que subir a casa como fuera. "Soy futbolista, del Atlético de Cardeña, mi equipo me está esperando para jugar a una hora de aquí y necesito mi mochila con la equipación", repetía. No sé si llegó a tiempo a la cita, pero tuvo que esperar aún un buen rato para adentrarse en el umbral de su casa, seguramente ennegrecida por efecto del humo. Como esperaron los cuatro miembros de una familia de origen sudamericano, padre, madre y dos hijos gemelos, inquilinos de uno de los inmuebles de Julio Pellicer desde hace diez años, que intentaban digerir lo que estaba pasando, rodeados de bomberos exhaustos y tiznados de negro. A ellos también les pilló de sorpresa, al mediodía, quizás recién comidos, pero no dudaron en cumplir su misión, incluso tras ser atendidos por los servicios médicos, como héroes anónimos de un suceso en el que, gracias a ellos, no hubo que lamentar víctimas.