Siempre que veo a alguien cultivar un terruño me acuerdo de Vivien Leigh en el papel de Escarlata O’Hara, con el pelo despeinado, las manos apretando un puñado de tierra al final de Lo que el viento se llevó y pronunciando esa frase, ¡ay!: «A Dios pongo por testigo que no podrán derribarme. Sobreviviré y nunca volveré a pasar hambre, ni yo ni ninguno de los míos».

Ese sentimiento de ligazón a la tierra del que los urbanitas hemos sido despojados a fuerza de granito y hormigón permanece aún en pequeños oasis de ciudades como Córdoba, en forma de huertos urbanos. Los huertos socioecológicos El Cordel de Écija, puestos en marcha hace un año gracias a la reivindicación impulsada por la Asociación de Vecinos Amargacena, que se negó a ver cómo una inversión de 30.000 euros de dinero público (empleado para preparar y vallar el terreno) se iba al garete, son ahora un ejemplo de autogestión. «Los 8.000 metros están divididos en parcelitas para unas 80 o 90 familias y otras más grandes para siete colectivos, cuya producción se destina a abastecer el comedor social del Rey Heredia», explican Juan Arroyo y su sobrino nieto Miguel Peña, un ejemplo de las alianzas intergeneracionales que se generan en el huerto. «Yo no tenía ningún conocimiento agrícola, pero me apasionaba trabajar la tierra y esto me ha dado la oportunidad de aprender de mi tío abuelo, que sabe mucho de esto», explica Miguel, un autónomo que saca tiempo para colaborar con un colectivo. «Lo que se genera aquí no se puede vender, es para autoconsumo y, si hay excedente, para donarlo. Las inversiones que requiere la explotación agrícola de la tierra se financian con aportaciones voluntarias o con actividades que se realizan para tal fin. «Nuestro proyecto estrella ahora es la instalación del riego por goteo y, más a largo plazo, de placas solares que nos permitan extraer el agua del pozo sin necesidad de usar un motor de gasolina», comentan mientras Paco, otro hortelano, saca unos puerros de la tierra y me los regala. «Pruébalo, aquí, además de natural y ecológica, la producción está ajena a los vaivenes del mercado que ahora están disparando los precios de las verduras». En un año, se han hecho dos adjudicaciones de espacios. «La próxima será pronto, pero se hará a partir de las personas que participen en la escuela taller que se va a organizar, de donde se hará una bolsa de demandantes», señala Juan, «el único requisito a priori es que sea vecino del Sector Sur o el Guadalquivir».

Cada familia o colectivo decide cómo usa su terreno y qué quiere plantar en cada momento, al tiempo que reciben indicaciones y tienen la opción de formarse en talleres. Uno de los más sibaritas de la zona es Antonio Enrique, un jubilado cuyo huerto quedaría bien incluso en una revista de moda. «Lo tengo de diseño», bromea, «no soy hombre de bar ni de juego, así que esto es ahora mi entretenimiento, que además me mantiene en forma, desde que tengo esto voy menos al médico», explica sentado en el hall de piedrecitas que ha construido a la entrada. Luego, Juan me reclama para explicarme iniciativas como la plantación en el Día de la Paz de árboles frutales en homenaje a varios colectivos y colegios, y observo que las calles tienen nombres de mujer. «Estamos contra la violencia machista y por la igualdad, de ahí que esos cuatro olivos estén dedicados a mujeres como Rigoberta Menchu o Frida Khalo».