«¿Que qué pensé cuando vi la casa? Uf, no podía creer que íbamos a vivir aquí, lo hemos pasado muy mal, es muy duro vivir en la calle y, de repente, teníamos un techo y un sitio calentito donde estar...» Lucía y Hicham llevan solo dos meses viviendo en uno de los apartamentos alquilados por el Ayuntamiento dentro del programa Hábitat y aún están en proceso de digerir que la vida les ha dado una segunda oportunidad para rehacer su futuro. Recién salida de la ducha, Lucía enseña encantada la habitación del apartamento y el cuarto de baño de su nueva casa, impoluto. «Ni te imaginas la sensación de poder ducharte de nuevo en tu casa con agua caliente», explica sincera. Hachim llegó hace 16 años a España. «Estuve trabajando en Almería más de cinco años, vine aquí para buscar un futuro mejor y lo encontré, trabajar en el campo era duro, pero ganaba dinero y estaba contento», explica, «de Almería me fui a Murcia a trabajar, a Barcelona un año, y por último, a Córdoba». Su llegada coincidió con el final de los años de bonanza y sus oportunidades de trabajo empezaron a mermar «hasta que acabé viviendo en la calle, en una casa abandonada». Allí estuvo dos años. En esa época conoció a Lucía, su pareja, una mujer cordobesa que acabó en la calle poco antes de morir su madre. «Es una historia muy larga, pero después de 17 años con ella, cuidándonos las dos, mi madre cayó enferma con Alzheimer y al morir mi hermano se quedó con la casa». Madre de dos hijos, tampoco pudo volver a su piso, donde se instaló mientras ella cuidó de su madre su hija, madre a su vez de dos hijos pequeños, y ya nunca más pudo regresar. Lucía, que no oculta un pasado de adicción a las drogas del que logró salir con ayuda de un hermano, prefiere no entrar en detalles sobre el trato familiar que ha recibido. Solo afirma, mientras sus ojos se empañan, que nunca sintió el calor de sus hijos, cuyo cariño sigue anhelando. Un cariño que, afirma, sí recibió de Hachim, rechazado por los suyos.

La casa abandonada en la que ambos vivieron fue desalojada hace dos años por el riesgo de derrumbe. «No nos quedó más remedio que irnos debajo de un puente y dormir a la intemperie», explican. «El cambio fue a peor. En la casa al menos había un baño, aunque sin tuberías, un techo y un espacio donde calentar agua y bañarte en un bidón». Debajo del puente, un espacio abierto compartido por otras personas en la misma situación, «estábamos en manos de las ratas, teníamos que enterrar cualquier cosa de valor, siempre con mucho miedo».

Lucía llegó a perder las ganas de vivir, recuerda. «A mí ya me daba igual todo, la verdad, mi vida no tenía sentido». Hachim cayó en el alcohol. «En esas circunstancias, el alcohol sirve para desconectar, para dormir y olvidarte de cómo estás viviendo». En invierno, el frío era insoportable y en verano, el calor les obligaba a buscar un suelo verde sobre el que reposar algunas horas al caer la noche. «A veces, te quedabas mirando al techo del puente y pensabas, ¿esto es vivir?». El día a día se limitaba a menudo a la rutina de levantarse, ir al comedor trinitario, ducharse, tomar el café, pedir algo de ropa y esperar a la comida. Y después, a aparcar coches. Mientras otros continúan en esa rutina, Lucía y Hachim, que han vivido una Navidad «inolvidable» tienen ahora la oportunidad de rehacer sus vidas. «Esta Navidad ha sido muy especial, yo estoy recuperando mi autoestima y me alegra que Hachim haya vuelto a ser el de antes y tenga ganas de prosperar», confiesa Lucía. «Nunca he descuidado mi aspecto, ni siquiera bajo el puente, pero ahora quiero encontrar un trabajo y quién sabe si montar mi propio negocio», añade él.