Es vital, intensa y alegre, aunque en sus ojos negros se asienta un poso de tristeza que, cuando se le escapa, la envuelve en un aire sereno de mujer honda y sentimental. María José Ruiz (Montilla, 1966) iba para abogada, pero nació con alma de artista, atraída por todo lo hermoso, y hace tiempo que decidió canalizar ese aliento de belleza a través de la pintura. Y no se equivocó. Su técnica impecable y el tratamiento realista de la naturaleza, y sobre todo del retrato, en el que se ha revelado como una consumada maestra, han abierto a su obra las puertas de museos, catedrales y hasta del Vaticano, además de granjearle prestigiosos premios dentro y fuera de España. El último, que la ha convertido en Cordobesa del Año 2016, la ha hecho «muy feliz -dice- aunque es una responsabilidad que me acompañará siempre».

-¿Influye su estado de ánimo en lo que pinta?

-Muchísimo. Yo digo que la tristeza es para los poetas; los pintores necesitamos alegría, porque es un trabajo intelectual y emocional, pero también físico, tienes que estar delante de un cuadro un montón de horas y para eso necesitas energía, cosa que no fluye cuando tienes un bajo estado de ánimo.

-¿Y si un día está de capa caída no pinta?

-Pinto también (ríe resignada). Pero procuro hacer tareas que implican menos «arte», dicho entre comillas. Me pongo a hacer el fondo, la silla... pero no el rostro.

-¿Y el espacio, influye? Lo digo porque después de haber pasado décadas encerrada en su estudio de Montilla se le haría raro hace tres años mudarlo a la plaza de las Tendillas.

-Sí, el espacio influye mucho. Como ves, mis cuadros son de grandes dimensiones y necesitas un sitio amplio para tener una perspectiva de ellos. Pero sobre todo influye la luz. Para mí es fundamental porque pinto solo con luz natural. Con luz artificial no consigo los matices de color que busco. En Montilla tenía un estudio muy bonito, pero ha sido muy positivo el cambio, porque aquí ya ves que entra tanta luz que tengo que bajar las persianas.

-Y además parece que le ha traído suerte, porque la llegada a la capital ha coincidido con su despegue artístico internacional.

-Ha sido un cambio radical y para bien. En Montilla estaba como asfixiada, llegar a Córdoba ha sido respirar y centrarme solo en mi trabajo. Me está conociendo mucha gente de Córdoba, en parte debido a la polémica surgida en torno a mi cartel de las fiestas de mayo (se refiere a aquel en que cambió la típica mujer morena por un atractivo joven en vaqueros), que por suerte ya quedó atrás. Y es verdad que ha venido el despegue. Ya tenía obra colgada en las catedrales de Córdoba, Toledo, Moyobamba (Perú); había expuesto en Italia, en Francia, pero llegó la exposición de Nüremberg, que me ha supuesto tener galería en Alemania, y ahora tengo en puertas abrir mercado en América.

-Hay muchos abogados que se han lanzado a la escritura y a veces con éxito, pero pocos debe de haber que cambiaran las leyes por lienzos, como fue su caso. ¿Qué la empujó a hacerlo?

-Los ha habido, no creas. Matisse por ejemplo. No es lo usual, pero lo cierto es que la abogacía y el arte se complementan. Mi pintura tan realista corresponde a una forma de ser un poco abstracta, y el derecho te ayuda a entender la realidad social. Pero no era mi vocación.

Esta mujer guapa, de larga melena oscura y aspecto juvenil fue precoz para pintar -lo hacía desde muy niña- y hasta para comercializar su obra, pues con 12 años vendió un retrato que le pagaron con una cajita de pinturas al pastel que a ella le pareció el no va más. Pero nunca pensó que su amor al arte fuera más allá de una afición, de modo que acabó la carrera de Derecho, que sí le parecía una profesión seria. Claro que eso fue antes de que los duendes de la creación le corretearan por dentro y acabaran por apoderarse de sus pensamientos (María José Ruiz intelectualiza hasta los suspiros) y de su voluntad. «Entonces me dije que tenía que estudiar Bellas Artes y dedicarme a eso». Y así lo hizo, con tan buena suerte que su primer cuadro al óleo, una Santa Magdalena de Tiziano, fue pintarlo y venderlo, y ahí empezó todo. «Me dije, esto es fantástico, me divierto y encima gano dinero -ríe-. Esto es lo mío».

-Hay quienes consideran su pintura hiperrealista, aunque me consta que a usted no le gusta esa etiqueta. ¿Cómo la definiría?

-Yo la defino como «otra realidad», una realidad paralela. El hiperrealismo es plano, casi se confunde con la fotografía, y sin embargo mis lienzos no tienen nada que ver con la fotografía. Míralos de cerca (se levanta para mostrar unos bodegones de calabazas por los que pasa la mano, y luego una sutil alegoría de los malos tratos: un inquietante lienzo desde el que cuatro niñas vestidas de novia posan con prestancia de adultas mientras, bajo un cojín en el suelo, sobresale una pistola). Ahí tienes materia pictórica, una volumetría, cierta gestualidad de las figuras...

-Es una pintura muy narrativa, con mucha voluntad de contar cosas.

-Sí, hay un contenido literario y simbólico que quiere llegar al espectador. Pero mi premisa principal es estética, el anhelo de la belleza, aunque sea una palabra que hoy no se lleva.

-Y se nota, por ejemplo, en que siempre escoge modelos guapos, hasta para pintar a santos o a militares, como fue el caso de su premiado retrato ecuestre del Gran Capitán.

-Me inspira cualquier motivo humano. Lo mismo te pinto a un cardenal con todos esos brocados de la capa pluvial, la mitra, el báculo... que un chico con vaqueros y el torso desnudo.

En las paredes de este amplio y tranquilo estudio que desde un cuarto piso se asoma al bullicio de la calle Cruz Conde cuelgan algunos cuadros semiabstractos y otros de frutas -uno de ellos de cáscaras de plátanos-, con factura casi tropical. Pero poco tienen que ver con lo más conocido de la obra de una artista que, haga lo que haga, siempre apunta a la esencia de las cosas. Y lo más conocido son sus imponentes figuras a tamaño real, «lo que aporta cierto misterio». Empezó destacando en retratos de la alta curia eclesial, que quedó tan satisfecha que no han cesado de lloverle los encargos religiosos. Pero el mismo detalle, verismo y perfección que pone en el rostro de un padre de la Iglesia lo emplea para todo. «Si radiografiaran mis cuadros verían que detrás de lo que se ve hay nueve o diez cuadros más -afirma-. Y eso me supone mucho derroche de trabajo y tiempo».

-Le cabe el honor de haber entregado al Papa en persona una obra suya, el retrato de San Juan de Ávila que regaló el Ayuntamiento de Montilla al Pontífice. ¿Cómo vivió ese momento?

-Fue algo impresionante, mágico. Era un lugar para la espiritualidad, pero también para los sentidos.

-¿En qué trabaja ahora?

-Tengo una exposición en Lucena, y participaré en las Jornadas Nacionales de Patrimonio, que celebra la Conferencia Episcopal.