Lo dijo Agatha Christie. "Aprendí que no se puede dar marcha atrás, que la esencia de la vida es ir hacia adelante. La vida, en realidad, es una calle de sentido único". José Pérez lo sabe muy bien. La vida le ha demostrado que solo cabe avanzar sorteando los obstáculos que van apareciendo en el camino. Nació hace 63 años en Isla Cristina, el mayor de cuatro hermanos. Hijo de marinero, se echó a la mar siendo casi un niño, para trabajar como tonelero, mientras su madre sacaba lo que podía vendiendo leche por la calle. No tuvo más remedio que dejar la escuela, su ayuda era vital para sacar a la familia adelante. Con 15 años, empezó a salir con la que después sería su mujer. Ella tenía 13 años. Cinco años más tarde, contraían nupcias. "Nos fuimos a Barcelona de viaje de novios para conocer a los padres biológicos de ella y allí nos quedamos", recuerda José, "esa ciudad nos impactó, para nosotros fue como ir a América".

Al poco de llegar, él empezó a trabajar como peón de albañil y ella limpiando en casas. "En Barcelona, vivimos dos épocas. Una primera temporada muy buena, en la que nacieron mis hijos (cinco en total, los dos últimos gemelos) y otra muy mala en la que yo me metí en lo que no debía". Según relata José, su trabajo en la obra cada vez daba para menos en una casa con tantos hijos. "Además, conocí a personas que vendían drogas y vi en eso una forma de ganar dinero fácil y rápido". Corrían los años 80 y la heroína campaba a sus anchas en España sin que se conocieran aún los efectos tan perversos que traería consigo. "Muchos amigos de entonces murieron", explica José, que acabó enganchado hasta el punto de robar para comprar la droga. "Mi carácter cambió radicalmente, me volví una persona intratable y acabé en la cárcel 14 años por atracar un banco". Con él iban otros dos. "Uno murió al poco tiempo y el otro se ahorcó". Su paso por la prisión no fue plato de buen gusto. "Las cárceles de ahora no tienen nada que ver con las de entonces, en aquella época estábamos 8 o 10 personas en una celda, y aún así tengo que reconocer que la cárcel me salvó la vida". Entre rejas superó la adicción él solo. "No hay cuerpo humano que resista veinte monos al mes, así que lo dejé, estuve dos meses y medio tirado en el patio". A pesar de la dureza de aquella experiencia, José confiesa que "lo más duro fue salir en libertad, una vez fuera también me sentía preso". La vida de familia se había terminado para él, así que se fue a la calle, alternando las noches al raso con otras en un albergue para transeúntes de Barcelona. Sin esperanza y sin futuro, acabó cayendo enfermo con cirrosis. "La bebida en la calle es tu estufa y tu plato de comida", sentencia. Durante años, sus huesos no conocieron el calor de un hogar, sino la dureza del suelo de un cajero o los asientos de coches abandonados. "En la calle se pasa mucho miedo, duermes siempre con un ojo abierto por lo que te pueda pasar". Un día, un trabajador social interesado por su caso lo llevó a un hospital medio muerto. "Jaume, no olvidaré nunca su nombre, me arregló una paguita por enfermedad con la que pude irme a un centro a Carmona para rehabilitarme". Allí consiguió recuperar el aliento y las fuerzas para recomponer su vida. "Decidí venirme a Córdoba, a Nuevas Fronteras, y después busqué una habitación, y allí sigo", explica mientras sonríe sereno. "El pasado fue la tristeza y la desesperación, pero ahora vivo la alegría, estoy convencido de que si salí yo, cualquiera puede salir, solo hay que proponérselo".

A pesar de la distancia y de la mala vida que tuvo en Barcelona, donde aún residen cuatro de sus hijos y su ex mujer, mantiene el contacto telefónico con ellos y alguna que otra vez ha subido a visitarlos. Ha encontrado una forma de vida sencilla, centrada en ayudar a los demás, que le hace sentirse útil y feliz. "Quiero hacer algo para devolver a la sociedad un poquito de lo que he recibido".