Nadie como un adolescente para entender el sufrimiento de otro adolescente. Nadie como un adolescente para hacer sufrir a otro adolescente.

Jesús M. D. tiene 19 años y acaba de empezar sus estudios de Derecho en la universidad. El mayor de dos hermanos, introvertido y reservado, se decantó por la abogacía cuando se dio cuenta de que conocer las leyes podría ayudarle a defenderse y a defender a los demás. Los números nunca le interesaron demasiado, "son un mundo para mí, si yo sumo 2 más 2 me salen 7", bromea casi sin esbozar sonrisa. Sonreír le cuesta. Es un chico serio, demasiado maduro para su edad. Una adolescencia marcada por el acoso escolar, del que fue víctima durante cuatro años, le ha dejado una huella difícil de borrar. Relata su historia de bullying sin restos de rencor, con la esperanza de que su testimonio ayude a otros adolescentes, para concienciar a la sociedad sobre lo que pasa en las aulas.

Su particular calvario empezó en tercero de la ESO, a la edad de 15 años, con los mismos compañeros con los que creció. "En ese curso, ellos empezaron a salir de fiesta y a beber, así que poco a poco me fui apartando y me convertí en el rarito", recuerda sincero, "yo no era popular, ni fumaba ni bebía". En los cambios de clase, a escondidas de los profesores, empezó a ser objeto de insultos mientras su material escolar desaparecía o era destrozado. Aquel año decidió guardar silencio y aguantar estoicamente los repetidos ataques enfocados contra él y otro compañero que acabó abandonando el centro, un colegio privado de reconocido prestigio.

El año siguiente, la presión fue a más y llegaron los primeros golpes. "El resto de la clase no decía nada, supongo que por miedo a señalarse", de manera que aquel grupo violento, entre los que había aficionados a las artes marciales y el kick boxing , se desahogaban golpeándole. "Nunca me daban en la cara para no dejarme moratones", recuerda, "yo temía que la cosa empeorara si decía algo y me callaba, en ese momento no tienes fuerza ni autoestima, te odias a ti mismo". Así pasó el tiempo y, en busca de empatía, recurrió a las redes sociales donde contactó con gente de otros institutos y se dio cuenta de que había muchos chicos y chicas que pasaban por lo mismo que él "o mucho peor". De vez en cuando, quedaban para intentar animarse. Según este joven, en todos los colegios e institutos ocurren este tipo de cosas a diario. A partir de cuarto de la ESO, las palizas se volvieron cada vez más frecuentes. "Pasaban en fila para escupirme en la cara" y Jesús, que achaca el comportamiento de sus compañeros a que "nadie les frenaba, ni en casa ni en el colegio", decidió pedir ayuda en el centro, que minimizó el problema, diciendo que solo eran cosas de niños. "Cuando dije que quería irme y que lo iba a decir a mis padres, me sugirieron que me callara, que si aquello trascendía, mi expediente se podía ver perjudicado".

Un incidente que le dejó una marca hizo que fuera derivado al psicólogo del colegio, quien trasladó el caso al director. "El dijo que aquello era intolerable, pero no hizo nada, no quería que se supiera, es como si el prestigio del centro se pudiera ver manchado y era mejor hacer la vista gorda". Aquella situación se prolongó durante cuatro años hasta que acabó el Bachillerato y la pesadilla terminó. Fue entonces cuando contó lo sucedido a sus padres, hasta entonces ajenos a su sufrimiento, que optaron por cambiar de colegio a su hermano menor. "Ellos no sabían lo que me estaba pasando, sabían que yo era un nerd (tímido, freaky) y que no tenía muchos amigos, nada más", explica convencido. Preocupado por los jóvenes que ahora están sufriendo lo mismo que él vivió, quiere trabajar para que estas cosas no ocurran. "La mayoría solo necesita tener un grupo de amigos para sentirse fuertes".