NACE EN CORDOBA (1929).

TRAYECTORIA PRESIDIO EL COLEGIO DE TITULARES MERCANTILES. ENCARGADO DE CATEDRA DE LA ESCUELA DE COMERCIO Y PROFESOR DE ETEA.

Es alto, corpulento y simpático, un señor que no renuncia a ver el lado amable de la vida, y a compartirlo con los demás, ni aun cuando se extiende en sesudos análisis economicistas sobre la Córdoba que fue y la que pudo ser. Y es que Francisco Martín Salcines ha sido siempre uno de esos hombres con verdadera fe en la condición humana, comprometido con su tiempo y batallador, como lo demuestra el que, cumplidos los 84 años, siga visitando cada mañana el despacho F&J Martín Abogados, que comparte con su hijo Javier, actual presidente del Consejo Regulador Montilla-Moriles y figura tan emprendedora como lo ha sido el padre.

Este, orgulloso de sus retoños (de Javier y de sus otros tres hijos, María del Amor, Jesús e Inmaculada) pero con intención de sentirse útil mientras pueda, continúa viendo en el despacho --de referencia a nivel nacional en Derecho Financiero y Tributario-- la forma de "que no se me atrofien las neuronas". Sentado en el salón de su casa del Brillante --una luminosa estancia con noble mobiliario y profusión de cuadros, algunos, sobre todo acuarelas, pintados por él mismo--, este antiguo profesor de voz grave y amena conversación se presta encantado a recrear con sus recuerdos la Córdoba costumbrista y la industrial. De ambas es buen conocedor, porque si en lo social su vida ha sido muy activa --siempre de la mano de su mujer, María Antonia Fernández, tan generosa de sí misma como discreta--, por su experiencia como asesor de empresas Francisco Martín lo sabe todo del sector. "Me he dedicado al asesoramiento integral de la empresa, no solo desde el aspecto fiscal --puntualiza--. Le he dado más importancia a la cuestión mercantil, a que la empresa prospere".

--Ha sido presidente del Colegio de Titulares Mercantiles, encargado de Cátedra en la Escuela de Comercio, profesor de Contabilidad... Desde su óptica de experto en tomar el pulso a la economía, dígame, ¿qué hemos hecho tan mal como para merecernos esta crisis?

--Cuidado, indiscutiblemente tenemos una parte de culpa, pero no nos engañemos, la crisis viene derivada por el triunfo del neocapitalismo internacional, por la parte negativa de la globalización --que tiene otras partes positivas--, en la que no se mira el bien común. Es un problema internacional, y lo vamos a pasar muy mal si no hay una unión política verdadera.

--En 84 años habrá tenido tiempo de ver muchas crisis, ¿no?

--Vamos por partes. Después de la Guerra Civil vivimos un periodo de autarquía. En 1959, que España estaba muy mal, se hizo el plan de estabilización del ministro Ullastres, que convirtió a España en dos años en la décima potencia mundial. Eso trajo como consecuencia los polos de desarrollo que se crearon en las provincias. El primer plan de desarrollo favoreció a Burgos y a Huelva; el segundo a Valladolid, Vigo, Zaragoza, La Coruña y Sevilla. Córdoba se quedó sin ayuda. Aquí, en 1969 aparecía en el BOE la demarcación geográfica de nuestro polo de desarrollo y en eso intervino mucho José Javier Rodríguez Alcaide.

--También usted participó en aquel polo de desarrollo.

--Sí, mira (se levanta a buscarlo), mira el cenicero de plata en forma de delfín que nos regalaron a los que participamos. Pero el polo de desarrollo no era crear polígonos industriales, que es lo que tenemos en Córdoba. La gran empresa necesita no metros cuadrados, sino hectáreas. Con el polo de desarrollo perdimos el tren industrial que pasó por otras ciudades.

--¿Por qué no se hicieron bien las cosas desde el principio?

--Aquello no llegó a buen puerto por cuestiones políticas. A mí me indigna que siempre se le eche la culpa a los empresarios cordobeses. En aquellos años sesenta la poca industria que había en Córdoba era agropecuaria, estaban Carbonell, Baldomero Moreno, apareció la Cooperativa Algodonera, que nunca debió de desaparecer. Y en otros ámbitos empresariales estaban la cementera Asland, la Constructora Nacional de Maquinaria Eléctrica y Secem, la Sociedad Española de Electromecánica, conocida como el Letro .

--Una industria que tuvo tanto calado social que generó todo un barrio en su entorno.

--Es que entonces tenía casi 5.000 trabajadores en tres turnos, daba sustento a miles de familias cordobesas. Al ser una industria de transformación del cobre, quisieron llevársela a Riotinto con la

excusa de que era poco productiva. Formamos un equipo de tres personas: José Luis Fernández de Castillejo, un letrado de primera fila que llevó la cuestión civil; Joaquín Martínez Bjorkman, abogado laboralista, y yo en el tema mercantil, y conseguimos que las Electromecánicas no salieran de Córdoba.

Perteneciente a una familia vinculada al comercio por los cuatro costados, Francisco Martín Salcines vivió en su propia casa los vaivenes del sector. Su padre, malagueño, puso en Córdoba una tienda de juguetes y otra de curtidos en la calle María Cristina. "Era falangista, seguidor de José Antonio, y al declararse la Guerra Civil se fue al frente al mando de una brigada, y allí pasó los tres años --dice--. Cuando volvió, tras haber abandonado los negocios, se encontró en la ruina".

--Y tuvo que empezar de cero.

--Hombre, yo aprobé en junio de 1947 el examen de Estado del Bachiller en Sevilla, y en agosto, para ayudar a mi familia, estaba trabajando de peón en el equipo automático de la Telefónica. Eso me ha servido mucho en la vida, porque cuando me han hablado de la lucha sindical yo he cortado por lo sano diciendo que he sido obrero y he defendido siempre al obrero.

--Tengo entendido que su padre era un tipo muy peculiar para su época. ¿Es cierto?

--Era un idealista, abandonó todo por sus ideales. Era muy aventurero, tenía un hermano en Argentina y para irse con él se metió de polizón en un barco; pero lo descubrieron y no pasó de Cádiz. Empezó siendo viajante, y en Córdoba conoció a mi madre y se quedó aquí. Tenía una buena moto con la que iba a cierta velocidad y, en una ciudad donde no había tráfico, debía dar mucho susto, porque lo llamaban el Terror --recuerda muerto de risa--. Tenía un Pathe Lux, una máquina de cine, y nos ponía las películas de Charlot. Y contaba unas historias que a mis primos los de las Bodegas Campos y a nosotros, mis dos hermanas y yo, se nos abría la boca escuchándolo. Porque mi madre y la abuela de los Campos eran primas hermanas, y como nosotros también vivíamos en la calle Lineros, frente a las bodegas, nos hemos criado juntos.

--La familia de su madre tenía la zapatería Salcines en la calle Alfonso XIII, muy cerca del negocio paterno. Es decir, que de niño conocería bien esa zona en torno a la calle Claudio Marcelo que empezaba a ser el corazón comercial de Córdoba.

--Había una gran diferencia entre lo que era el centro y la Axerquía, donde vivíamos. La parte de abajo, si hubiera que pintarla, sería una pintura costumbrista. Desde Claudio Marcelo a Gran Capitán era la zona moderna, donde vivía la gente bien, lo que no quiere decir que en la Axerquía no viviera gente de prosapia, ¿eh?

--¿Cómo era su casa?

--Estaba en el número 77 de la calle Emilio Castelar, luego llamada Coronel Cascajo y luego Lineros. Todavía existe, aunque muy transformada por los que acabaron comprándola. Había pertenecido a los Marqueses de Benamejí, y cuando mi familia vivía en ella tenía cuatro patios y un jardín, que luego creo que vendieron al colegio de la Piedad, que daba por detrás. Vivíamos dos familias, nosotros de alquiler en la parte de arriba. Tenía una escalera de mármol rojo de Cabra que acababa en una arcada sostenida en columnas chiquitas de Medina Azahara. Era una casa maravillosa.

--Y su infancia, ¿fue también bonita?

--Pues sí, la pasé jugando en los patios. En las bodegas menos, porque mi tío Domingo decía que formábamos demasiado revuelo. Yo creo que mi afición al arte nació en aquella casa. Supongo que por sus orígenes aristocráticos, había muebles fenomenales, y muchísimos cuadros y obras de arte. Mira este cobre (se levanta del sillón para coger un precioso cuadrito de entre los muchos que tiene colgados en el salón), está atribuido al Greco. Me lo regalaron los López Serrano, que eran los dueños de la casa y vivían abajo.

En aquel barrio acotado por tres parroquias, las del Sagrario de la Catedral, San Francisco y San Pedro, la vida transcurría como en un inmenso patio de vecinos. En verano, niños y mayores tenían en el cercano río y su embarcadero un mundo de diversión y aventura relativamente controlada (de vez en cuando había sustos, a veces mortales). Y durante todo el año los chavales, a los que echaban de las casas para que no estorbaran, jugaban en las calles, casi siempre a pedrada limpia entre pandillas. "Y volvíamos cantando 'Guerra guerrilla, guerra guerrón, la calle Mucho Trigo (o la que fuera) nos pide perdón' --apunta Martín

Salcines soltando una risotada que le llega hasta las pobladas cejas--. Todo era, ya digo, puro costumbrismo".

Así narrado, con profusión de detalles contados con gracia, sus recuerdos parecen sacados de una de esas películas en blanco y negro que entretienen desde la tele las tardes del sábado. "Por allí paseaban pregoneros de todas clases. A uno que vendía arena para limpiar los utensilios de cocina lo conocían por Marchena porque pregonaba en plan aflamencado. Otro pasaba gritando: '¡Garbanzos tostaos , cambio crudos por guisaos !' --vuelve a reír a carcajadas--. Y había otro que pregonaba: '¡Hojaldres calientes!'. Y los niños le contestábamos: '¡Pa las viejas que no tienen dientes!'. Yo recuerdo aquello con muchísimo cariño".

--Me consta que los prolegómenos de la guerra le sorprendieron en Madrid. ¿Cómo fue?

--La guerra no es un tema del que me guste hablar, porque cada uno la cuenta como quiere. Pero sí, te diré que yo tenía siete años y como no conocía a mi abuela, que vivía en Madrid, mi padre, con su amigo Roses, director de un periódico liberal, y yo nos fuimos para allá en uno de esos coches italianos que llamaban balilla . Pero de Madrid salimos corriendo el 17 de julio del 36 porque avisaron a mi padre de que lo estaban buscando. Y a la salida vi muertos en la calle. Cuando llegamos a Córdoba mi padre acogió a su amigo periodista, que estuvo más de cuatro meses encerrado en casa porque querían cargárselo.

--¿Pasaron en su casa muchas privaciones?

--Yo me recuerdo en la cola de la cartilla de racionamiento. No porque hiciera falta en casa, sino porque procurábamos ayudar a todo el que podíamos. Las calles estaban llenas de pipas de algarrobas, con las que la gente se quitaba el hambre.

--Usted no pudo estudiar lo que hubiera querido, que era arquitectura, ¿no?

--Yo había estudiado con los Maristas en el Colegio Cervantes, que estaba en el palacio de la calle Torres Cabrera, el que luego fue de los Cruz-Conde. Entonces, aparte del Instituto de la Asunción, en Las Tendillas, solo había en Córdoba ese colegio, el de la Salle, que se llamaba Cultura Española, y los Salesianos. Después aparecieron la Academia Hispana, que estaba en un palacete del Gran Capitán, y la Academia Espinar, junto al Museo Arqueológico. Estando en el colegio cayeron cuatro bombas en el patio de columnas pero gracias a Dios a nadie le pasó nada. En fin, el caso es que cuando acabé el Bachiller me hubiera gustado estudiar una carrera técnica, ingeniero o arquitecto. Se lo dije a un hermano marista y me contestó: "¿Pero no sabes que en tu casa están arruinados?". Así que empecé a trabajar en Telefónica mientras estudiaba por libre Comercio, examinándome en la Escuela de Jerez.

--Y luego se casó y supongo que se pluriempleó.

--Hombre, el pluriempleo era fundamental en aquella época para sacar la familia adelante, pero yo no le he dado nunca importancia al dinero, aunque gracias a Dios he tenido siempre el que he necesitado. Me casé en 1958 con Mari, que vivía en la calle Zapatería Vieja, del barrio de la Catedral, y desde entonces hemos compartido muchas inquietudes.

Juntos, por ejemplo, estudiaron teología, y Martín Salcines, que llegó a estos estudios espoleado por su mujer, acabó presidiendo la Asociación de Teólogos de Córdoba, ya desaparecida ("Aquello nos hizo mucho bien, la teología es apasionante si eres una persona creyente", afirma). Además, el matrimonio ha asumido un compromiso social plasmado, entre otras cosas, en su participación en la puesta en marcha hace diez años del Banco de Alimentos Medina Azahara, continuador de otra iniciativa similar nacida en los setenta en la que Mari participó con entusiasmo. "Nos juntamos un grupo en torno al párroco de Las Palmeras y Miralbaida --dice ella-- y lo sacamos adelante".

--¿Y cómo es que además le queda tiempo para pintar?

--A mí desde chico me ha gustado dibujar, sobre todo acuarelas, y me pasó una cosa que me animó a seguir. En el año 47 todos los niños bien de Córdoba llevaban puestas unas trincheras estilo inglés blancas, preciosas, y como yo no tenía dinero para comprarla se me ocurrió mandar unas miniaturas a una exposición en Madrid del Frente de Juventudes. ¡Y recibí una carta diciéndome que adquirían mis dibujos por 1.000 pesetas!

--Sin embargo nunca se planteó vivir de la pintura.

--No, solo he pintado por afición, aunque aquella vez me compré la trinchera (ríe).

--¿Le ha faltado algo por hacer?

--Hemos hecho más cosas en el terreno social. Cuando murió el padre Morales, un jesuita al que decían el Momo , el cura de los gitanos, que hizo una enorme labor en el Parque Cruz-Conde, para continuar su tarea constituimos una asociación a través de la que creamos dos escuelas gitanas. Lo hicimos para que se pudieran sacar el Graduado Social y así examinarse del carnet de conducir. Lo que mi mujer y yo hemos querido es hacer cosas por los demás. Pero queda mucho por hacer.