NACE EN CÓRDOBA (1923).

CARGOS POLÍTICOS: CONCEJAL DEL AYUNTAMIENTO DE CÓRDOBA DESDE 1961, FUE ALCALDE ENTRE 1971 Y 79. FUE TAMBIÉN PROCURADOR EN CORTES Y CONSEJERO NACIONAL.

PROFESION: LICENCIADO EN ECONÓMICAS, GESTIONÓ LAS BODEGAS DE LA FAMILIA.

Acaba de cumplir 87 años que nadie diría que tiene, ni por su lucidez ("Sólo me falla la memoria con los nombres", lamenta) ni por la buena estampa que conserva: alto, estirado --no por arrogancia sino por un mal de columna que le obliga a mantenerse tieso-- y hasta resultón, con una penetrante mirada azul que se endulza o se afila según los recuerdos que crucen por su mente. "Llevo una vida sana, como y duermo poco y me tomo todos los días dos copas de Moriles, que tiene vitaminas y antibióticos".

Así es la actual existencia de Antonio Alarcón, bodeguero y ex alcalde de Córdoba; un hombre locuaz y de humor tan británico como su severo aspecto de lord. Algo que no le impide, empleando cortesías en desuso que se agradecen, acudir a abrirnos personalmente la puerta de su casa, un piso señorial en la segunda planta del palacete que perteneció a su suegra, la condesa de Colomera, en la plaza de las Tendillas. Memoria viva de Córdoba por todos los costados.

--A usted le tocó el momento histórico de tener que dar cerrojazo al franquismo municipal y entregar el bastón de mando a un alcalde comunista. ¿Cómo lo vivió?

--No, el cerrojazo se dio antes, porque la transición suspendió a los alcaldes durante un mes, y después tuvimos que presentarnos a las elecciones. Se presentó también Cruz Conde y me tocó luchar con mi amigo Antonio, al que apoyaba mi primer teniente de alcalde, Juan Martos Reyes, también amigo mío. Gané en la segunda votación y ya fui un alcalde democrático. El gobernador civil me dijo que siguiera por la UCD pero no quise. Y eso que yo había participado en la fundación de la Unión del Pueblo Español, para la que elegimos como presidente a Adolfo Suárez.

--¿Tan cansado le dejaron los siete años de alcalde?

--No, es que me enteré de que los comunistas tenían un dossier lleno de calumnias hacia mí. Ahora somos todos muy amigos de todos, pero en aquel tiempo el gobernador Mariano Nicolás tenía una carpeta, que yo no me molesté en leer, donde guardaba cosas que iban diciendo de mí.

--¿Por qué le intimidaron las maledicencias si eran falsas?

--Porque la gente dice "cuando el río suena agua lleva", y yo estaba viviendo muy bien y no tenía necesidad de aquello. Hombre... me hubiera gustado seguir en la Alcaldía para solucionar el problema de la estación. Pero los tres últimos años, vividos ya en época de la transición, desde 1976 al 79, no fueron normales. Estaba de ocho de la mañana a doce de la noche en el Ayuntamiento.

--Me consta que sus relaciones con Julio Anguita fueron buenas desde el primer momento. Y eso que deben de ser personas muy distintas...

--No lo creo. Yo tengo la habilidad de notar cómo son las personas nada más que con mirarlas a los ojos, y desde el principio supe que Anguita venía bien, a hablar conmigo tranquilamente aunque los ideales de cada uno fueran distintos. Yo eso lo aprendí en las peñas, donde la gente se juntaba a jugar al dominó aunque fueran socialistas o de derechas. Yo me he identificado mucho con Julio Anguita, aunque no me gustaron ciertas cosas que hicieron algunos de su equipo. No se correspondían con lo que habíamos hablado.

--Sí, porque ustedes dos tuvieron su propia transición, ¿no?

--Durante dos meses, sí. Es que, antes de las primeras elecciones municipales, se reunían los partidos conmigo para saber de los problemas de Córdoba. Entonces Anguita me dijo: "Mira, aquí hablan unos y otros, no hay un orden... Lo mejor es que tú me recibas una hora todos los días". Y le contesté: "Pues desde mañana puedes venir".

--¿Le molesta ser recordado como el último alcalde franquista?

--A mí no; yo fui alcalde de Córdoba porque en un momento determinado de mi vida me dijeron que podía ser un líder y que teníamos la obligación de servir a nuestra ciudad.

Entra su esposa, Magdalena (Maneni para familia y amigos), una mujer menuda y enérgica en la que Antonio Alarcón deposita su confianza y muchas de sus decisiones. Llega solo a despedirse antes de salir para la peluquería, y pronto nos deja de nuevo solos en la salita donde conversamos, repleta al igual que el salón de muebles de maderas nobles, objetos de plata recién limpiados y cuadros. Entre ellos la imponente copia del retrato --el original está en el museo-- donde Romero de Torres, en sus últimas horas, captó la belleza de una joven condesa de Colomera y el esplendor de toda una época ya ida para siempre.

--¿Y cómo a usted, un bodeguero de solera empresarial, se le ocurrió meterse en política?

--Las bodegas no me necesitaban, estaba mi padre allí. Yo había empezado de obrero, me ponía con los demás obreros a trabajar con las jarras y después, con 12 años, salí con la bicicleta a cobrar recibos. De joven cunden mucho los días. Yo tenía tiempo para todo, para estar en el Sindicato de la Vid, del que era presidente; en la Cámara de Comercio; en la Cámara de la Propiedad, de la que fui vicepresidente, en la Caja Provincial de Ahorros... A las ocho de la mañana estaba ya en la bodega.

--Le tocó ser concejal de Barriadas, Ferias y Festejos en aquella Córdoba de misses y festivales de España. Imagino que la perspectiva desde una concejalía así sería muy distinta a la que luego tuvo desde la Alcaldía.

--No fue mi caso, porque yo llevaba diez años en el Ayuntamiento, pasé también por Turismo, por Cultura, por Urbanismo- y mi último cargo fue el de teniente de alcalde. Pero sí, las cosas son distintas. ¿Qué pasa? Que cuando uno llega al Ayuntamiento se cree que es el amo del mundo, que puede hacer todo, y luego te das cuenta de que lo que quieres tiene que pasar por el interventor y el secretario.

Se le alegran los ojos al hablar de su infancia en la enorme casa familiar de la calle Enrique Redel. ("Recuerdo aquel baño de cinc, y la alhucema que echaban al brasero mientras mi madre nos rezaba el Jesusito de mi vida ", dice). En aquella casa inmensa estaba la fábrica de tejidos de lana que habían instalado sus abuelos maternos. Un negocio boyante ("Allí se vendía una enormidad") y diversificado, pues también hacían medias y calcetines. "La fábrica primera la instalaron mis abuelos en San Pablo, un edificio con salida por las callejas de Santa Marta que luego fue comedor de caridad --comenta--. Luego mis padres se mudaron a Enrique Redel, y allí, en un gran patio y una galería se teñían las madejas en un depósito de cobre, y cuando los colores estaban fijados se metían en una enorme centrifugadora, bam, bam, bam. Luego subían las madejas a una nave de la azotea y se colgaban en cañas. Después iban a una máquina con veinte bovinas que devanaban".

Pero al padre no le gustó aquello nunca, de forma que, muerta su esposa, empezó a liquidar el negocio. "Una lástima, eran unas máquinas alemanas que se trajo mi abuelo con el dinero que había ganado en Cuba", explica, para extenderse luego sobre la procedencia del negocio bodeguero. "Las bodegas provienen de un señor que se llamaba Francisco López Lorenzo y era agrimensor. Vivía en Juan Rufo 29, y era el padre de los hermanos López Diéguez, los de las escuelas. Mi abuelo, que era sobrino de don Francisco, era el que le llevaba la bodega. Pero el origen de esta fue muy curioso --dice--, fue que iban a aquel despacho los que habían medido el campo con las cadenas y mientras esperaban a ser recibidos se iban a las tabernas cercanas y acababan borrachos. Entonces mi abuelo pensó: ´Estos no se me van´, así que trajo unas botas de Moriles y puso en la cochera la primera bodega para que bebieran allí mismo". Era un vino extraordinario y pronto cundió la voz. Al morir don Francisco nombró heredero a su abuelo, y hoy una calle lleva el nombre de Antonio Alarcón López, junto a las casas de Santa Marina donde se fue ampliando la bodega.

--¿Cómo era la Córdoba industriosa de su infancia?

--Hombre, yo me acuerdo de que en el 29 hubo una crisis horrorosa, y mi padre, que era profesor mercantil, estuvo precisamente en las suspensiones de pagos. Ahí ganó mucho dinero y, mientras, tenía en la bodega a mis tíos Pepe y Rafael, éste soltero, que fue el que me hizo heredero universal de su parte. Por allí entraba por la mañana un carpintero con unas llaves enormes, daba una vuelta para ver una a una las botas, y después se iba a la plaza, compraba pitracos y se los daba a los gatos; había que mimarlos para que mantuvieran libre de ratas y ratones aquello, que era muy grande.

--¿Recuerda qué otras empresas despuntaban?

--Me contaba mi tío que vinieron los Pérez-Barquero, que empezaron vendiendo carbón por la calle. Estaban también los Rodríguez con los calzados. Este Rodríguez vino un día a ver a mi padre diciéndole que tenía problemas de inversión y que si quería montar un negocio con él. A mi padre no le interesó, y acabó montándolo con Baldomero Moreno.

Del barrio de Santa Marina este señor tan aparentemente serio recuerda riendo que aprendió en él a hablar "todas las picardías posibles" a través de una verdulera, Matilde, "que tenía la peor boca del mundo". Por allí andaban también los Porritas, que portaban el vino de Moriles en carretas de bueyes, y más tarde en camiones. "Había otro que se llamaba Guillén --apunta--, que era el que nos hacía a nosotros el traslado de los bocoyes".

--¿Tenían relación con los toreros del barrio?

--Yo he sido muy amigo de Manolete, que era mayor que yo desde luego. Pero no éramos amigos por vecindad, sino porque coincidíamos en la cafetería Dunia, que estaba junto a lo que hoy es el edificio de Hacienda. Yo iba allí con mis amigos, a los que repartía tabaco rubio que a mi padre le enviaba un comandante, y él aparecía siempre con su cochazo, un Chrysler descapotable. Y luego nos íbamos al Círculo. Una noche me propuso que nos fuéramos después a la taberna El Barrilero, en la calle San Pablo casi esquina con Capitulares; el dueño nos pasó al patio, lleno de jazmines y dama de noche; sacó una guitarra y se puso a tocar música clásica.

--Me han dicho que usted también ha tocado la guitarra.

--Sí, esa es otra historia --añade cada vez más animado--. Yo estaba acostumbrado a estar en la calle, formando follones por ahí con mis amigos. Pero se murió mi madre y, con 18 años, vestido de negro y encerrado en mi casa, no sabía qué hacer. Me enteré de que había en Córdoba un no sé si tenor o barítono que había actuado en la Scala de Milán y que daba clases particulares. Fui a su casa, me hizo pruebas de voz y llegué al re sostenido. Con él aprendí mucho. La primera canción que me enseñó se llamaba Estrellita . "Estrellita del lejaaano cieeelo..." --canturrea con bien templada voz--, las arias de La Bohème, La Tabernera del Puerto, Tosca, Rigoletto... Y como vio que avanzaba, me dijo que tenía que aprender música. Entonces me acordé de que en mi casa había una guitarra nuevecita y me fui a que me diera clases Antonio el del Lunar .

Y así fue como este caballero tan comedido aprendió a tocar la guitarra, a cantar ópera y hasta a actuar en un escenario, pues perteneció al elenco del Teatro Español Universitario del SEU, que estaba en lo que hoy es el Teatro Principal, aunque ya en el Colegio de Cultura Española había actuado en Los cuatro robinsones junto a Antonio Gala. Y cuenta que, de haber corrido los tiempos de libertad de hoy y no aquellos en que uno debía obediencia absoluta a la voluntad del padre, que no le dejó hacerse médico y tuvo que conformarse con estudiar para perito mercantil --aunque luego se licenció por libre en Ciencias Económicas--, probablemente habría acabado cantando ópera por esos mundos de Dios. "Fíjese, todavía tengo buena voz --presume haciendo gorgoritos--. Pero aquello estaba mal visto, y además mi padre lo que quería era tenerme cerca y que me hiciera cargo de la bodega y de la fábrica de aguardiente y coñac. Era un negocio que necesitaba mucha dedicación. La prueba es que aquello se fue perdiendo cuando yo dejé de dedicarle el tiempo que necesitaba, aparte de la política que me hicieron para que no vendiera vino".

--¿Le boicotearon el negocio?

--Sí, por no ser de su cuerda. Mis tres últimos años en el Ayuntamiento fueron terribles.

--Usted, por matrimonio, emparentó con la aristocracia cordobesa. ¿Cómo fue recibido en ese mundo?

--Con mi suegra no había tal mundo. Era una mujer muy natural, una gran persona que se trataba con todos. Vivía, sí, en esta casa que hizo Félix Hernández cuando se configuró la plaza de las Tendillas, pero ya está. Cuando yo conocí a mi mujer no tenía ni idea de quién era su familia ni de dónde vivía.

--¿Cómo definiría usted el alma de Córdoba?

--En Córdoba hay gente extraordinaria, pero son indiferentes a muchas cosas, prefieren quedarse quietos, y solo se mueven de tarde en tarde si los levantas. Yo tuve la suerte de saber entusiasmar a la gente que estaba conmigo. No sé por qué, pero noto que la gente me quiere.

--¿Se ha hecho justicia con usted en la ciudad?

--¡Ah! A mí eso no me importa. Ya se sabe que los cordobeses no se acuerdan de nadie hasta que no se muere.