Alguien dijo que, por alguna razón que nadie conoce, la naturaleza castiga a los niños haciéndolos crecer. A algunos demasiado rápido. Andrés es ejemplo de ello. Pepi, su madre, lo concibió con la misma edad que él tiene ahora, 15 años. Su padre apenas tenía unos meses más. De él no habla mucho. Hace tiempo que sus padres se separaron. Solo dice que ha estado lejos aunque lo visitaba junto a su abuela paterna periódicamente, y que ahora se llevan bien.

Desde que nació, Andrés creció al amparo de su otra abuela, que prácticamente lo crió. Su madre, su abuelo y su tío, con los que comparte casa, salían a trabajar temprano y volvían tarde para sacar la familia adelante. Nunca le faltó de nada. Unico nieto de su abuela e hijo único de su madre, es fácil imaginar que costaba negarle algo. Andrés se recuerda a sí mismo como buen estudiante. Eso dicen de él sus profesores, que tiene capacidad y buena memoria. "Hasta quinto". Ese año aparece en el calendario de sus recuerdos señalado en negro. "Mi abuela murió de cáncer", confiesa muy serio. Según Pepi, a pesar de que solo tenía nueve años, vivió la enfermedad muy de cerca, "fueron once meses de agonía en los que él me ayudó a cuidarla", afirma, "siempre ha sido un niño muy maduro para su edad y muy sensible, la verdad es que tiene muy buen corazón".

El único deseo de su abuela era no morir en un hospital, así que la familia se volcó en hacerle la vida lo más agradable posible y Pepi tuvo que dejar de trabajar. "Además del sufrimiento, la enfermedad supuso una trampa muy grande en medicamentos, porque la Seguridad Social no cubría todo lo que necesitaba". Después de un año, nada más morir, ella volvía a limpiar casas para pagar la deuda, que abonaron tres años después.

Para un niño sensible, apegado a su abuela, aquello fue "un palo muy gordo" que lo hizo cambiar. "Ella era como mi madre, la que me cuidaba, la que pasaba más tiempo conmigo, así que me sentía mal y empecé a juntarme con amistades que no debía, dejé de atender en clase, no estudiaba nada y mis notas bajaron de golpe". Tras repetir primero de la ESO, su madre y sus profesores detectaron su falta de motivación y su apatía. Según su madre, "tuvo un cambio de actitud grandísimo, se volvió más nervioso, más rebelde, empezó a tener problemas en el instituto y a pasar de todo". Fue entonces cuando se cruzó en su camino el programa Segunda Oportunidad de la Fundación Don Bosco, en el que está inmerso desde enero. Aunque cursa segundo de la ESO, solo va a clase dos horas al día. El resto de la mañana lo pasa junto a otros chavales de su mismo instituto, de perfil parecido, también desmotivados con los estudios, con los que trabaja en distintos talleres. Según Israel, su monitor de la fundación, "hacen actividades prelaborales de todo tipo, desde trabajar las habilidades sociales y de conducta a iniciarse en oficios como la carpintería, la informática, la albañilería o la electrónica". Lo compruebo el día de la entrevista. Andrés y los otros chico trabajan en su barrio, el Guadalquivir, pintando de colores la pared de un instituto. "El objetivo de este curso es que el año próximo se matricule en un Programa de Cualificación Profesional (PCPI)", explica Israel. Para Andrés, participar en el programa ha supuesto un cambio radical.

Aunque sus profesores aseguran que es muy inteligente, lo cierto es que él no quiere estudiar, prefiere trabajar con las manos, aunque tenga que mancharse de pintura. "No me van los libros, en el instituto, mientras todos escuchaban, yo no hacía nada, me saltaba las clases, lo de ahora me parece fantástico". Aunque su verdadera vocación es el fútbol, está decidido a formarse "como fontanero, electricista o lo que haya", dice seguro. "Luego, ya se verá".