Volvió a ocurrir, allá por el tercer (¿o era el cuarto?) toro de la tarde: «Maestro, ¡música!», pedía uno desde el seis, a lo que otro, justo delante de nosotros, respondió: «¡Vete a la Feria!», con las consabidas risotadas.

Una vez que la afición en sí ha quedado reducida de manera notable, la Fiesta queda progresivamente enclaustrada en el simple espectáculo. Y si este no se ofrece desde abajo, se busca en cualquier cosa desde arriba. ¿Que se arranca con un pasodoble la banda de música? Pues se la acompaña dando palmas como si fuera Paquito El Chocolatero. ¿Que hay un animal inabordable? Pues la consiguiente bronca para el matador. «¡Becerrista!», le llegaron a gritar al de La Puebla del Río, entre otras lindezas. Total, si el mejor de los tres, el peruano Roca Rey, tuvo que aguantar que le llamaran «pegapases», imagínense qué no le dijeron a Morante. «¿Qué pasa? Estamos en un país libre y yo digo que es un pegapases». Ay, libertad, cuántos crímenes se cometen en tu nombre, que decía la revolucionaria.

Y como se sigue abriendo el concepto de libertad como si de un trastero se tratase, continuaron con Morante, que le enseñó el trapo de lejísimos a la alimaña que le había tocado hasta provocar el cachondeo: «A ver si te va a pillar». Y los tendidos continuaban calentándose: «Vamos, que no está ese toro para torearlo», decía uno. «Pero se lo lleva calentito», le respondía otro. Manzanares intentó reconducirlo a pesar de que tampoco tenía ganado. Pero el alicantino, al menos, se llevó el reconocimiento de la gente que, en cualquier caso, ya se había fijado en Roca Rey, el «pegapases», según el en--tendido.

Se llevó una oreja el peruano y al retirarse lo hizo acompañado de varios alumnos de la escuela taurina. Alguno de los chavales, incluso, quiso echárselo a hombros, ante la insistente negativa del matador y la reprobación de los tendidos.

Pero una de las dos grandes ovaciones de la fiesta (que no Fiesta), se la llevó uno de los aspirantes a torero, todos vestidos con chaqueta. Con el pie escayolado, se recorrió el anillo a la pata coja siguiendo al matador, lo que provocó el reconocimiento de los que aún quedaban en la plaza.

Aún iba a haber un plus. Con la puerta de cuadrillas ya cerrada salió apenas un metro de humanidad, no más de cinco años. Pantalón corto verde, camiseta blanca y un capotillo no más grande que el mantel de una mesa camilla. Se puso a torear de salón y, de manera insospechada, provocó los olés de los miles que aún estaban en el recinto.

El himno de ayer era el «voy a pasármelo bien». Ocurra lo que ocurra. Tanto, que cuando le dijeron a un torero «vete a la playa», reconozco que pensé: «Pero llévame a mí contigo».